![]() Quevedo, la palabra y el muro Colección de Teatro, nº 145
En Quevedo, la palabra y el muro, encontramos a un Francisco de Quevedo de luces, que fueron muchas, y también sombras, que sobrevivió al desprecio y al olvido. En su época fue considerado un genio que manejaba con excelencia las palabras y un catedrático de vicios y proto–diablo entre los hombres. Con Quevedo no cabían las medias tintas, o se le admiraba o se le odiaba, y Manuel Muñoz Hidalgo lo muestra con maestría. |


Poeta y dramaturgo español de amplia trayectoria literaria acreditada con más de un centenar de títulos en libros de poesía, narrativa y teatro.
Es autor de más de 50 piezas teatrales en su mayoría estrenadas, traducidas y publicadas en España y parte en otros países, como El herrero de Betsaida, La escarcha, Ingenio contra usura, El saber y la Renuncia, El tornillo, la condena y el vuelo, Amor prohibido, bien de almas, Bécquer, el día y la bruma, ¡Usque ad aeternitatem!, Nikola Vaptsarov, el surco sangriento, Desbandada, El temblor de la llama, Cuando llega la noche, Isabel I de Castilla, Un vaso de whisky, Auto de la Buena Muerte, o Arcángeles beleneros.
En Ediciones Irreverentes ha publicado August Strindberg, el abismo y el alba; Isabel y Fernando, rigor y prudencia; Francisco Salzillo la pasión y la gloria y Abadón, el ángel de la muerte, Quevedo, la palabra y el muro y Esplendor y Crepúsculo, en la Antología Teatral “Sísifo”
Es uno de los más destacados autores de teatro histórico de España e imprescindible de su generación, ha recibido reconocimientos, como la Orden Primer Grado Cirilo y Metodio concedida por el Consejo de Estado Búlgaro, y el Premio Internacional de Literatura Nikola Vaptsarov, entre otros. Es miembro de la Academia de la Hispanidad, Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo y de la Academia de Artes Escénicas de España.

EXCUSATIO NON PETITA…
Llegado ya a estas latitudes de mi trayectoria, reconozco que son múltiples y variopintas las razones que me han impulsado a escribir este drama justa e injustamente ahora. La primera de ellas, nobleza obliga, responde a mi profunda admiración por la obra y desventuras de Don Francisco de Quevedo, personaje y literato por el que siempre he sentido un gran respeto y en el que siempre he visto uno de mis principales referentes. Durante años, su lectura me ha consolado y enseñado tantas cosas buenas que, en realidad, aunque no trascienda más allá de las páginas de este libro, ciertamente necesitaba rendirle este “homenaje” y añadir mi “navegación” a todos esos ríos de tinta que se han escrito sobre una de las figuras más sobresalientes de la Literatura Española. Espero haber estado a la altura de su sombra a cambio de toda la luz que su pluma aún sigue regalando a nuestras Letras.
Luces fueron muchas y, al parecer, también varias las sombras de Don Francisco; quien sobrevivió -entre la genialidad, la polémica y la admiración- al desprecio y al olvido. Si cabe, eso le hizo y le hace para mí doblemente interesante. Si ya en su época fue considerado un genio que manejaba con excelencia las palabras, no menos cierto fue que, también algunos de sus contemporáneos, llegaron a afirmar de él que era un “catedrático de vicios y proto-diablo entre los hombres”, especialmente sus numerosos enemigos o adversarios, que siempre le consideraron como una de las voces más temidas de su tiempo.
Aún hoy, la obra de Quevedo sigue trascendiendo y nuestro célebre autor continúa siendo calificado por algunos como uno de los poetas más sorprendentes, contradictorios y difíciles de entender, dada la complejidad de sus composiciones, virtualmente compuestas por versos y prosas que armonizan burlas con tristezas, pasiones con desencantos: la naturaleza humana, al fin, que todo cuanto alcanza de excelso también mezquinamente lo destroza o lo destierra.
Con el arte de sus palabras, Quevedo fue capaz, al mismo tiempo, de situarse en la parodia o de defenderse del insulto y las difamaciones con ironía refinada, levantando con ellas un altivo muro para saltarse, a veces, la censura o cultivar la picaresca, elevarse sobre lo humano y lo divino, y esquivar -con indistinta fortuna- las adversidades de la vida o, mientras pudo, guarecerse del fracaso, eludir la envidia y preservar de alguna manera su identidad y protegerla.
Desgraciadamente, no siempre pudo conseguirlo y, en más de una ocasión, por denunciar la corrupción, los sucios intereses, las ambiciones del Poder, la tiranía o la necedad de quienes, aprovechando la inmunidad de sus cargos, promovían leyes para su beneficio enmudeciendo la voz a cuantos gobernaban, soportó cárcel y penurias. Salvando las estrechas distancias que en el tiempo nos separan con perífrasis innecesarias, cómo se nos semeja aquel ayer a la virtual realidad y autocensura en la que también tantos creadores sobreviven ahora. ¿No les resulta tristemente familiar?
Por estas y muchas otras razones que también a mí me alcanzan, sentí que era ya el momento de escribir esta obra. Y, aunque estuviera sobrado de justificaciones, he necesitado ser, a la par, el creador y el recreado, para dotarla de mayor veracidad, haciendo propios los pensamientos del protagonista y haciendo suyas mis palabras. Y naturalmente en viceversa. Quizás por ello el lector encuentre el texto que, a continuación, se publica, preñado de duplicidades. Todas ellas, obviamente, deliberadas y, alguna que otra, puede que inspirada del genio al nacer inconscientemente de mi fantasía y hacerse carne a través del drama. No se extrañe el espectador, por tanto, al descubrir que en esta obra el personaje de Quevedo se desdobla y se refleja en dos estados y edades diferentes: un “Quevedo” reflexivo, conservador, que contempla su propia sombra con la perspectiva del viajero cansado, frente a otro “Quevedo” más alegre, primordial e, incluso, seductor, que intuye en el horizonte que le aguarda una existencia distinta, más jocosa y farandulera: la vida misma en la arena de un circo, en el “gran Circo del Mundo”, en el que podrán ver desfilar a las más populares celebridades de su tiempo. No se rasguen en vano aún las vestiduras ni se desprendan todavía de las máscaras. A este espectáculo están todos invitados: el Conde Duque de Olivares -quizás el peor enemigo de Quevedo- habrá de ser el domador y el simpar jefe de pista. ¿Se lo imaginan? Pues aún les invito a contemplar las apariciones estelares de otros archipámpanos que también fueron cruciales para nuestro genial poeta en la tragicomedia de su vida: El duque de Osuna, su majestad Felipe III, el duque de Medinaceli, el Fénix Lope de Vega y naturalmente Ledesma, la mujer a la que amó y que fue madre de sus hijos.
Podría seguir añadiendo razones o infinidad de excusas, pero creo que todas ellas ya están largamente vertidas en este libro. En una obra teatral quizás demasiado extensa para los tiempos que vivimos y que, necesariamente, precisaría de una debida dramaturgia que la hiciera más ligera para ser llevada a escena. Yo creo, sin embargo, que he tardado toda una vida en escribirla y, perdonen la soberbia, pero ambas me siguen pareciendo cortas. En cualquier caso, es la memoria del insigne Francisco de Quevedo la única que importa. Aquí les dejo tan solo una visión de cuyos aciertos o espejismos, sin que nadie me lo pida, libremente yo me acuso: un puente de palabras para derribar con él los muros del olvido. Si les place, pasen y lean. Y si consigo quedarme con la voluntad y atención del lector o del público futuro, aunque sea por un instante, mi enorme gratitud desde el patio de butacas de este circo.
…ACCUSATIO MANIFESTA.