Enrique IV
Luigi Pirandello
Colección Teatro, 23
7 euros- 88 páginas ISBN: 978-84-15353-70-6
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Hace afirmar Pirandello a su Enrique
IV "Confiar en alguien, eso sí es realmente cosa de
locos". Es una de las grandes enseñanzas de esta comedia/tragedia
dedicada a la traición, a la mentira, a los años
perdidos, al terror que nos provoca la realidad. La locura es
un feliz resguardo contra una realidad agresiva, repugnante a
veces.¿Es el Enrique IV emperador medieval el loco o lo
son todos los demás? ¿Son locura sus ropajes, sus
vivencias, sus fantasmas, o somos los cuerdos quienes dejamos
escapar la vida? Los amigos de juventud de este Enrique IV entran
en su estancia de aspecto gótico a perpetrar la mascarada
que supuestamente le va a curar de su locura, pero ¿y si
entre ellos se encuentra el culpable de la misma? ¿No será
locura la de todos ellos al querer devolver a la realidad al más
cuerdo de todos ellos?
Europa se desangra por la Primera Guerra Mundial y los buenos
burgueses hacen bailes de máscaras, se traicionan, juegan
a ser dignos, como eternos adolescentes.
Nuestro Enrique IV es un aristócrata que, tras sufrir
un accidente, queda afectado en su cordura y cree vivir en la
época del disfraz que llevaba en aquel momento; piensa
que es el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Pero ¿está loco o de manera consciente ha ocupado
el papel de un emperador para dar la espalda a la realidad que
le rodea?
Enrique IV, por Miguel Angel de Rus:
Hace afirmar Pirandello a su Enrique
IV "Confiar en alguien, eso sí es realmente cosa de
locos". Es una de las grandes enseñanzas de esta comedia/tragedia
dedicada a la traición, a la mentira, a los años
perdidos, al terror que nos provoca la realidad. La locura es
un feliz resguardo contra una realidad agresiva, repugnante a
veces. Basta mirar alrededor.
Escrita en 1922, Enrique IV mantiene su total vigencia, quizá
por el desapego de la mirada, por esa capacidad de mezclar lo
dramático y el humor más terrible. Quizá
Pirandello mantuvo siempre su alma de niño y lo vio todo
con ojos siempre nuevos.
¿Es el Enrique IV emperador medieval el loco o lo son
todos los demás? ¿Son locura sus ropajes, sus vivencias,
sus fantasmas, o somos los cuerdos quienes dejamos escapar la
vida, escurriéndose por la manga de nuestra camisa, cometiendo
la locura de no vivir cada minuto? ¿Cómo amar para
siempre si el amor que en el que se ha creído está
hueco, es sucio? ¿Cómo soportar la traición?
Los amigos de juventud de este Enrique IV entran en su estancia
de aspecto gótico a perpetrar la mascarada que supuestamente
le va a curar de su locura, pero ¿y si entre ellos se encuentra
el culpable de la misma? ¿No será locura la de todos
ellos al querer devolver a la realidad al más cuerdo de
todos ellos?
Al reparar en los hechos, tenemos que pensar que quizá
Enrique IV no sea el loco, sino el cuerdo, a pesar de estar enfrentado
con un Papa muerto ya hace siglos, y que la Europa que se desangra
por la Primera Guerra Mundial y el derrumbe no sólo de
las fronteras, sino de todas las certidumbres, y que aún
tiene tiempo para bailes de disfraces y juegos burgueses, sea
la loca, la terriblemente loca en su cordura estúpida.
Nuestro Enrique IV es un aristócrata que, tras sufrir
un accidente, queda afectado en su cordura y cree vivir en la
época del disfraz que llevaba en aquel momento; piensa
que es el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico.
Pero ¿está loco o de manera consciente ha ocupado
el papel de un emperador para dar la espalda a la realidad de
la sociedad europea que sale de la Primera Guerra Mundial? ¿Dónde
está la farsa? ¿En el aristócrata que interpreta
a un emperador o en su mujer y su amante que fingen ante su presencia
ser personajes del mundo en el que quedó viviendo este
Enrique IV? Enrique IV inspira afecto, ternura, comprensión.
Es un loco, un loco de aquellos que pedía León Felipe
en su poesía, un loco en una tierra en la que ya no hay
locos porque todo el mundo está cuerdo, terrible, horriblemente
cuerdo. La aristocracia del alma del autor se rebela en una frase
de Enrique IV: "estoy curado. Sí lo estoy, no tendré
ya necesidad de vosotros y seréis despedidos." Todos
los cuerdos deberían ser despedidos, no merecen ni la condición
de esclavos. Es la enseñanza elitista, individualista,
ferozmente vital de Pirandello.
Pude ver a José María Rodero, un actor impresionante,
inmenso, interpretar a Enrique IV. Hace ya décadas de aquello
-creo que fue hacia el 86-, pero nunca lo olvidaré. Al
tamaño gigante del personaje, Rodero unió su inconmensurable
talento. Salí del teatro fascinado y más convencido
aún de lo que ya lo estaba, de que los locos son "ellos,
los otros". Aquel fue un momento que ilumina una vida. Por
aquellos años, Rodero interpretó a Buero Vallejo,
Albert Camus, Tolstoi, Ramón del Valle Inclán; después
de aquellos manjares, las ofertas cotidianas de la vida nunca
volvieron a hacerme sentir el más mínimo interés,
sólo podían interesarme ya los genios, los seres
desmedidos, aquellos a quienes la masa gris considera locos, pero
que son inmortales.
Sobre Pirandello cabría decir que, como es bien sabido,
su padre y su familia materna fueron fervientes anti-borbónicos
(incluso pagándolo con el exilio) y defensores de la unidad
democrática de Italia. No obstante conseguir expulsar a
los Borbones y la unidad, Pirandello creció en una familia
abiertamente decepcionada con la nueva sociedad. Es el sino de
todo idealista, luchar por valores elevados y acabar encontrándose
con la masa. Y de ese ambiente familiar decepcionado tras la unificación
y su traumática realidad, Pirandello tomó parte
de la atmósfera emocional que encontramos en sus obras.
La sensación de traición a los ideales por los que
se luchó y resentimiento contra la sociedad, inculcara
en Pirandello la desproporción entre ideales y realidad
que subraya en su ensayo L'Umorismo y que encontramos claramente
en Enrique IV.
Premio Nobel de Literatura en 1934, de su vanguardista y magnífica
obra nos quedan títulos como El difunto Matías Pascual,
Seis y personajes en busca de autor, Así es (si así
os parece), El placer de la honestidad, El imbécil, El
hombre, la bestia y la virtud y, por supuesto, Enrique IV.
En esta obra, y en otros títulos, encontramos su individualismo
a ultranza -harto de la vulgaridad circundante-, su entierro ascético,
los restos de la depresión que sufrió y una apuesta
estética que sobrevive porque estuvo por delante de su
tiempo.
Pirandello estuvo "en lo alto de la pirámide"
(con perdón de Kandinsky por robarle la expresión),
marca uno de los momentos más altos del decadentismo en
Europa, y se anticipa en el planteamiento de la absoluta relatividad
de cualquier acto o idea del hombre, mostrándonos cómo
ninguno de los criterios tradicionales puede ya discriminarse
como racional o irracional, normal o locura, puesto que la decadencia
de la ética y la estética, la pérdida de
referentes, lo hace imposible. Y evidentemente, la opinión
de las mayorías no podía servir de faro a alguien
elitista y elevado como Pirandello.
De cuantos han descrito el humor en Pirandello, quizá
el más acertado fue el que dijo que es "descarado,
antijerárquico". ¿Cómo iba a aceptar
jerarquías, él, que incluso cayó temporalmente
en la simpatía por el fascismo, para acabar despreciando
toda ideología humana?
En esta obra, además, Pirandello nos recuerda los inaceptables
excesos de los Papas de la Iglesia Católica, por medio
del recuerdo del paseo de Canossa: el viaje que hizo el emperador
Enrique IV del Sacro Imperio Germánico, desde Espira hasta
el Castillo de Canossa con el fin de ver al papa Gregovio VI (enero
de 1077) para solicitarle la liberación de la excomunión.
Enrique IV tuvo que permanecer tres días y tres noches
arrodillado a las puertas del castillo, a pesar de la fuerte nevada,
vestido sólo con una túnica de lana y descalzo para
poder conseguir el durísimo perdón papal (momento
de humillación del poder político al religioso que
recogió con maestría en un cuadro Eduard Schwoiser.)
Fue el único modo que tuvo Enrique IV de no ser depuesto
por sus enemigos, que habían encontrado en el dios de los
católicos un curioso aliado. El desprecio de Pirandello
por las jerarquías queda bien patente al incluir el recuerdo
de este ominoso paseo en su texto.
Como mensaje final de la obra de Pirandello, queda una idea: "toda
realidad es un engaño". Si alguien no lo cree, que
mire alrededor.
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