RELATOS LITERARIOS: SANGRE EN LA ARENA. De José Antonio Rey


RELATOS LITERARIOS: SANGRE EN LA ARENA. De José Antonio Rey

SANGRE EN LA ARENA. De José Antonio Rey

Quién te iba a decir a ti que hoy sería tu último día en este valle de lágrimas, la última vez en ver el sol, en ver a tu mujer y a tus hijas. El día comenzó como otro cualquiera: Suena el despertador a eso de las siete y media, te desperezas, te levantas y haces el desayuno. Para ser totalmente francos, el desayuno te lo hizo tu mujer, que es una bendita, además de la madre de tus hijas. Miras el reloj, te percatas que se te está haciendo tarde para ir al tajo. Con el último bocado sin digerir, te despides de tu hija pequeña – apenas cuatro añitos -, y de la mediana, que frisa los diecisiete. La mayor ha levantado el vuelo para formar su propia familia. Ley de vida. Antes de salir por la puerta besas, también por última vez, la mejilla de tu mujer, que te dice un “hasta luego” mecánico, rutinario. Bien lejos se hallaba ella de adivinar que jamás te volvería a ver vivo.

Alcanzas el ascensor, abres la puerta apresuradamente y te internas en el garaje. El coche, contumaz, se niega a arrancar. Lo intentas una vez, dos veces, tres veces… A la cuarta va la vencida. “¡Por fin!”, piensas. El viejo Ford Fiesta, renqueante, se niega a pasar definitivamente por el desguace. Y tú bien que se lo agradeces. Sabes lo que eres: Un mileurista con muchas facturas mensuales y escaso parné. Lo sabes de sobra, un currante con conciencia de clase y ganas de cambiar el mundo - dentro de tus escasas posibilidades -, no puede permitirse el lujo de comprar un coche cada lustro. Eso es para los ricos. Los proletarios sólo pueden permitirse la “frivolidad” de cambiar de auto cada diez o quince años. Eso si no suben los tipos de interés, no te congelan el salario y la inflación no comienza a dispararse. Con suerte, acabarás por pagar el piso, justo cuando comiences a cobrar la pensión de jubilación. Mientras tanto, el curro te espera en el peaje de la autopista A-63. Porque tú únicamente eres el cobrador de una insulsa autopista peaje. Y a mucha honra, dicho sea de paso. Bien es verdad, que tu concienciación política te ha llevado a engrosar las listas de una agrupación política. ¡Qué más da que partido! Llegaste incluso a ser concejal, aunque, a día de hoy, no participas en la política activa. Te has cansado de recibir los insultos, las amenazas e improperios de los “niñatos” que no tienen ni la más remota idea de lo que significa la palabra “dictadura” y que, en su vorágine pseudo-nacionalista, confunden la progresía con el fascismo. A eso se le denomina: IGNORANCIA. ¿Dónde estaban esos defensores de la patria, los paladines de la libertad cuando las huestes del Caudillo hicieron acto de presencia, segando la democracia incipiente y obsequiándonos, de paso, con treinta y cinco años de penumbra? ¿Dónde estaban?

La puerta del garaje se abrió parsimoniosa y triste, acaso aventurando el futuro inmediato. El morro de tu viejo Ford se asomaba timorato a la calle, quizá presagiando la tragedia inminente. Cuando, de repente, un tipo joven, salido de no se sabe dónde, se te acercó raudo y cobarde como la muerte y te descerrajó cinco tiros traicioneros: dos de ellos mortales de necesidad. No obstante, todavía tuviste el aplomo y la sangre fría suficientes para salir del coche y morir peleando. Pero tu asesino no es un guerrero, amigo mío, todo lo más, un sicario. Tu asesino es un pelanas que sólo sabe enfrentarse a los hombres por la espalda, es decir, con la seguridad de que su integridad física nunca correrá peligro. ¡Qué fácil! Tu asesino no es un hombre de verdad, tu asesino es un rajado que se caga por las patas abajo cuando ve a las fuerzas de seguridad del Estado dándole el alto en un control rutinario de carretera. Tu asesino es un tipejo que huye del cuerpo a cuerpo, y, al menor indicio de trifulca o pelea, rápidamente levanta las manos para salvar el pellejo. Tu asesino brinda con champán cuando sus correligionarios del sindicato del crimen matan a otras personas inocentes, y jalea esas muertes como si él fuera el verdadero protagonista. Tu asesino es un ser desalmado – porque desalmado es el que no tiene alma -, un integrista ataviado con los ribetes pseudo-progresistas, a buen seguro aprendidos en alguna escuela de primaria perdida en los recovecos más profundos del odio y la venganza. Porque ahí es donde reside el auténtico problema, en la Educación y la Cultura mamada desde la más tierna infancia. No nos engañemos, ahí está la cabeza de la serpiente. Y el que no lo vea, es porque está ciego o, simple y llanamente, es un lerdo.

Exangüe, sabiendo que la vida, cual reguero de sangre, tu sangre, se te escapa por el asfalto, sientes, como no, por última vez, las manos trémulas de tu mujer, acariciándote las mejillas e implorando entre sollozos entrecortados por la desesperación y la rabia: “Aguanta, amor mío, aguanta; saldremos de ésta; aguanta”. Pero tú sabes que ya todo es inútil; tras el reguero de sangre todavía cálida, tu sangre, que corre rápida hacia la alcantarilla más próxima, se esfuma tu vida, y, con ella, todos tus proyectos y esperanzas. “¿Qué será de mi mujer, de mis hijas, de mi pobre y anciana madre, que, con total seguridad, no podrá sobrevivir a la tragedia…?”, barboteas al tiempo que la vista se te nubla definitivamente.

No hay solución, todo se acaba.

Cuarenta y pocos años, esto es, en lo mejor de la vida; todas las ilusiones truncadas por culpa una panda de descerebrados hijos de perra, que segaron tus anhelos y tus sueños, que partieron en dos a una familia y a la nación entera; los mismos miserables que los medios de comunicación, y prácticamente todos los políticos, tildan con el timorato eufemismo de “violentos”, cuando el único calificativo que cabe para tamaña ignominia es el de “criminales”.

Como los guerreros valientes, caíste en el asfalto, que bien podría ser la arena de un anfiteatro romano o el campo de batalla. Ya ves, sin comerlo ni beberlo, has pasado de ser un personaje anónimo a convertirte en un héroe, amigo mío. Aunque me temo que eso a tu familia ya poco le importa. Los asesinos, tus asesinos, son tan cretinos que no se dan cuenta que se puede asesinar la carne, pero nunca las ideas. Los asesinos, tus asesinos, son tan imbéciles que todavía no han caído en la cuenta que es a través del martirio como se ganan las guerras, aunque se pierdan todas las batallas.

Sobre la tierra donde descansarás ya en paz para siempre, otro ser anónimo como tú plantará una lápida, y sobre esa lápida se imprimirá una elegía que, a modo de epitafio, ensalzará tu vida y tu obra. Se podrán mear en tu tumba y romper tu lápida en mil pedazos; lo que nunca conseguirán esos mal nacidos es borrar de nuestras mentes y de nuestra memoria la imagen de un hombre bueno y justo que murió por proteger las libertades de los demás ciudadanos, que dio lo más preciado que poseía por defender la vida de sus semejantes. Y eso, amigo mío, eso jamás podrán matarlo. Y que sepan tus verdugos que tú siempre estarás vivo, mientras tu recuerdo permanezca indeleble en la mente de los que, en verdad, te amamos y te seguiremos amando.


Inspirado en un hecho real.
A Isaías Carrasco.
Memoria, dignidad, justicia.



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