Don Ezequiel
hacía siempre el mismo viaje, en el día, ida y vuelta.
Por la mañana, temprano, entraba en el aeropuerto de aquella
pequeña ciudad, se acercaba al mostrador, saludaba a Maribel
y ella le daba los buenos días mientras rellenaba su billete.
- ¿Cómo siempre
don Ezequiel?
- Si, hija, ya lo sabes.
Después esperaba un
ratito sentado, repasando el envoltorio del paquete que todos los días,
también, llevaba debajo del brazo, y recordando sus tiempos de
empleado de aquella pequeña compañía aérea
regional que le permitía viajar gratis. Así hasta que
oía por los altavoces que podía embarcar en el avión.
Durante los primeros meses,
su paquetito envuelto en papel de embalar y fijado por un cordelito
fino pasaba por el escáner, para que los policías diesen
el visto bueno a su inocencia, pero ya hacía tiempo que nadie
se interesaba por él.
- Buenos días, don Ezequiel
-le saludaba el cabo de la guardia civil, con una amplia sonrisa-. Otra
vez de viaje, ¿eh?
- Ya sabe.... -inclinaba dulcemente
la cabeza el viejo.
Nieves, la azafata, le esperaba
en la puerta de embarque y le acompañaba hasta su asiento en
el interior del avión. Unos días le tomaba del brazo;
otros, si había dormido bien, le daba un beso.
- Hoy llega un poco tarde,
don Ezequiel -Nieves le regañó cariñosamente-.
Ya me tenía preocupada.
- Es que estaba ahí,
sentado. Y es que, hija, cada vez me canso más. Los años...
- No diga eso... Si está
usted como una rosa.
- Pero en otoño, hija.
En otoño...
Por la tarde, cada día
también, regresaba en el mismo vuelo. Venía más
fatigado, también más triste. No traía el paquetito
y Nieves observaba que de vez en cuando se le caía una lágrima
al subir al avión.
Un día no se presentó
don Ezequiel en el aeropuerto, a la hora acostumbrada; y en todos cuantos
le conocían se produjo una especie de vacío que al principio
no supieron explicar, hasta que Matías, el oficial de aduanas,
preguntó en voz alta si alguien había visto al viejo.
Fue Maribel la que corrió hasta Nieves y se tomaron de la mano
como pidiéndose una explicación o acompañándose
en el miedo que les atenazaba.
Le ha tenido que pasar algo...
- No quiero ni pensar que...
- Calla.
Aquel día fue especialmente
triste para todos los que le habían acompañado, durante
los dos últimos años, día tras día, sin
faltar uno solo.
El cabo, el oficial de aduanas,
el auxiliar de vuelo, las azafatas y hasta el piloto notaron su ausencia
y se tragaron una pena que no quisieron traducir en congoja para no
alarmar al resto de los viajeros y porque todos confiaban en que se
tratara de una indisposición pasajera y en que al día
siguiente apareciera de nuevo para realizar su viaje de costumbre.
Pero no fue así. Pasaron
los días y don Ezequiel no volvió al aeropuerto. Su silueta
pequeña, enfundada en su eterno traje gris marengo, encorvado
por el peso de los años y con esa mirada amable, de perrillo
agradecido, a veces inundada de lágrimas y otras vivaracha de
alegría, no volvió a contemplarse en el vestíbulo,
ni en el mostrador, ni en las escalerillas del avión. Nadie supo
nunca el objeto de su viaje, ni el contenido de aquel paquetito que,
con inmenso mimo, llevaba por las mañanas y dejaba en algún
sitio. En invierno, con su abrigo largo y la bufanda tapándole
hasta la nariz, parecía un viejo maestro de escuela, hecho de
paciencia y cariño; y en verano, con su traje gris, la camisa
blanca bien planchada y la corbata negra, daba la impresión de
ser un médico rural jubilado en busca de su paciente favorita.
Y nunca en el aeropuerto, ni en el avión, a pesar de tanto como
se habló de él, supieron hasta qué punto las apariencias
no siempre engañan.
La vida siguió. Nadie
le olvidó nunca, pero su ausencia fue cada vez menos dolorosa.
Sólo Nieves y Maribel, que sabían su nombre, le buscaron
en la guía telefónica y averiguaron su domicilio y su
teléfono. Cuando llamaron, una mañana, una voz femenina
les dijo que estaba bien, que don Ezequiel vivía, pero que no
quería hablar con nadie y que ya no quería salir de casa.
Hacía un año,
más o menos, de su desaparición cuando don Ezequiel, una
mañana, volvió otra vez al aeropuerto. Más encorvado,
más viejo, más triste, más derrotado que nunca.
Pero el anciano se acercó al mostrador y pidió a Maribel
su billete de ida y vuelta. Los dedos de la chica no acertaron a teclear
el ordenador, sus ojos se inundaron de lágrimas y sus labios
le besaron con exageración en la frente y la cara, mientras el
anciano le sonreía con amorosa paciencia e intentaba calmarla.
No consiguió impedir que, a voces, llamase a Nieves, y a Matías,
y al cabo y a todos los demás. La presencia de don Ezequiel fue
una fiesta que él aceptó a duras penas, ahogando para
sí la inmensa tristeza que le devoraba las entrañas, sonriendo
cuanto pudo a los besos y a los abrazos de tantos amigos como nunca
creyó tener. Le asediaron, le preguntaron, quisieron saber el
motivo de su ausencia y en dónde estaba su paquetito, que hoy
había sustituido por un ramillete de violetas pequeño
y bien armado, al que protegía como podía de las efusiones
de sus amigos.
Entonces fue cuando se sentó,
tomó aire y les contó su historia. Don Ezequiel estaba
solo, su mujer se había ido hacía muchos años y
a su vejez había encontrado el consuelo en el regazo y el amor
de doña Bibiana, una anciana a la que un día miró
a la trastienda de los ojos y desde entonces le había entregado
su existencia. A Bibiana la habían recluido sus hijos en un asilo,
lejos de allí, y como nunca aceptó vivir con él
sin poder casarse, cada día iba a verla al asilo, merendaban
juntos las madalenas que él llevaba en el paquetito y, al anochecer,
se despedía hasta el día siguiente. Doña Bibiana
había muerto hacía un año, de pena y de vieja,
y ahora iba a visitarla a su tumba y a depositar en ella un ramillete
de violetas, que eran sus flores preferidas. Eso era todo: tan simple,
tan corriente y tan humano. Como un médico jubilado visitando
a su paciente favorita; como un maestro de escuela mimando a la última
niña de su vida. Don Ezequiel lloró, lloró con
lágrimas gordas mientras les contó su historia y Nieves
también lloró, como Maribel, e incluso como el cabo de
la guardia, que trató de hacerse el duro pero no pudo mantener
el tipo.
Desde aquel día, todas
las mañanas, don Ezequiel desayuna en el aeropuerto y charla
un rato con sus amigos. A veces habla de Bibiana y se le escapa una
lágrima. Pero todos los días, con frío o calor,
se acerca hasta ellos y comenta las incidencias de la jornada; o se
enfrenta a los viejos recuerdos.
El día que no llegue
nadie dirá nada, pero todos se mirarán y sabrán
que don Ezequiel, viejecito y tierno, habrá empezado, al fin,
su viaje más hermoso...
Extraído
del libro
"Antología del relato español"