RELATOS LITERARIOS: INTERCAMBIOS ACADÉMICOS. De Herminio Martínez


RELATOS LITERARIOS: INTERCAMBIOS ACADÉMICOS.
De Herminio Martínez

 INTERCAMBIOS ACADÉMICOS. De Herminio Martínez

Lo más difícil de aquella cárcel no eran sus largas horas de trabajos forzados, ni su mala alimentación, ni el clima abrasante, ni la soledad, ni las ratas y demás alimañas que a cada instante y por donde quiera se nos metían a las habitaciones. No, lo más duro y terrible eran las dos únicas tarjetas que todas las noches el señor y la señora Góngora nos entregaban antes de dormir. Todos teníamos la ranura en la sien derecha, por donde nosotros mismos nos introducíamos la fina hoja de plástico que nos haría alcanzar un poco de descanso. Lo malo de aquella operación estaba en que cada tarjeta teóricamente contenía una hora de reposo y nosotros necesitábamos por lo menos diez para recuperar las energías. Aparte, cual suele suceder con ciertos celulares, nos robaban el tiempo, pues quince o diez minutos antes de la hora nos despertaba un zumbido demoledor, anunciando –mediante una voz chillona de mujer- que retirásemos la laminilla usada para sustituirla por una nueva.

El resto de la noche lo pasábamos espantando las ratas, quitándonos de encima los alacranes y las víboras, los murciélagos carnívoros y unos insectos mecánicos, fosforescentes y volátiles, que invadían nuestra intimidad, posándose ya en el ombligo, el pubis, un hombro, la garganta, la boca, las rayas del costado hecho de puros huesos. Así, a oscuras, algunos nos poníamos a llorar, recordando con nostalgia el tiempo cuando fuimos incluidos en las listas del señor y la señora Góngora para viajar, en intercambio académico, a algún país de Europa, Asia o Sudamérica. Francamente desconozco las razones por las cuales mis padres se convencieron de que vivir en Europa o el Oriente Medio era una oportunidad para mi vida. Quizá por el idioma que iba a aprender. Quizá para que me volviera ordenado y responsable. Acaso para que madurara más rápidamente y volviera a casa al siguiente ciclo escolar cargado de experiencias increíbles y con los ojos puestos en un horizonte diferente. Pienso que esto fue lo único que los llevó a hablar con los directivos en las oficinas del club social donde todos los martes sesionaban aquellos caballeros más contradictorios de toda la ciudad, pues mientras ante la sociedad se mostraban como todos unos dechados de moral y virtudes, honestidad a toda prueba y conducta ejemplar, detrás eran todo lo contrario: ladrones disfrazados de médicos, empresarios rapaces, abogados sin alma, administradores sin escrúpulos, arquitectos e ingenieros que lo único que sabían construir de maravilla era su fortuna personal a base de fraudes, atropellos y despojos en perjuicio de la gente humilde o a costa de quienes de buena fe aceptaran sus planes de financiamiento, si de conseguir un préstamo o de levantar una casa se trataba.

Imagino a mis padres hablando con la cínica secretaria a la que se le entregaban los cinco mil pesos de anticipo dizque para gastos de faxes, telefonemas y correos electrónicos. A mí, la verdad, nunca me cayeron bien ni ella ni un repugnante sujeto que, al parecer, lidereaba aquel negocio de los hombres y las mujeres más hipócritas, el cual era todo un fraude, pues de doscientas solicitudes aplicadas sólo a cinco estudiantes aceptaban cada año, los cuales, ahora me doy cuenta, de inmediato pasaban al control del matrimonio Góngora, quienes, a su vez, los remitían al laboratorio prisión donde un equipo de médicos les ranuraban la cabeza, hasta ahora sé con qué propósito. ¡Pero esto lo va a conocer pronto todo el mundo! Cuando encuentre el camino de mi casa y vaya a poner la demanda judicial contra los socios de semejante asociación aún llamada filantrópica.

Por lo pronto me encuentro en esta caverna, sorprendido y feliz de que aquí no necesito de las malditas tarjetas para conciliar el sueño. Han pasado muchos meses, años quizá, sin saber nada de los otros prófugos. Recuerdo que había estudiantes de otras nacionalidades y culturas, sesenta en total; lenguas y colores de piel; credos y costumbres distintas. De ambos sexos, sin que esto fuera motivo de alteración o altercados entre nosotros, pues algo tenían las tarjetas que, aunque nos acostábamos en el mismo dormitorio, desnudos y dolientes, unos casi encima de otros, nuestros jóvenes cuerpos no experimentaban ningún temblor, ninguna reacción temperamental, ningún síntoma de concupiscencia o de lujuria.

No. No he vuelto a saber nada de ellos ni he visto a nadie que me dé razón de alguna carretera o ciudad. Sólo de vez en cuando veo pasar hacia las montañas una nave enorme que, sin ninguna clase de ruido, cruza el cielo. No quisiera acordarme de todo lo que viví al lado del señor y la señora Góngora, pero tengo la conciencia de cómo, finalmente, junto con una muchacha brasileña y dos chicos de Bélgica, logré fugarme de su "escuela". Cada vez que me lo propongo puedo volverlos a ver pronunciando aquellos discursos con que nos torturaban cada día. Piezas de una oratoria oscurantista, con cuyas normas pretendían cambiarnos -de la noche a la mañana- de niños a adultos y de hombres a ángeles sin pasar por la sexualidad siquiera. En particular la mujer que hablaba y danzaba al mismo tiempo, diciendo palabras y sentencias axiológicas al ritmo de una sintaxis inapropiada y cursi. Y él, ¡fatal! con su lenguaje también atrasado y una actitud ante la vida sinceramente deleznable. Se decía y nos obligaba a llamarle "El Arquitecto", y al pronunciar este título, mostraba unos enormes dientes disparejos, y la boca se le retorcía y se le alargaba como quien está más emparentado con los animales de corral que con las nobles artes.

Es cierto. Hasta ahora no he sabido nada de los demás muchachos. ¿Se habrán ido a esconder a alguna de las laderas de este monte o andarán ya en otros valles y regiones lejanas? Cualquier cosa será mejor afuera que allá adentro... Lo bueno es que acá ya no se necesitan las tarjetas para dormir, no importa que andemos con esta como ranura de alcancía a la altura de la ceja derecha, sobre la sien, la cual nos da un aire de cajeros automáticos. Se duerme y hasta se sueña. Uno logra recuperar el entusiasmo. Dios quiera que pronto encuentre yo una patrulla de policía o un pueblo para comunicarme con mis padres.

¡Algo tendrá que hacer la autoridad para que ya no sigan los "intercambios académicos"!



Tan oscura noche de tormenta


Extraído del libro
"Tan oscura noche de tormenta"


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