EL EXTRAÑO SEÑOR X.
Por José Antonio Amorós

El joven Sr. X vivía en una ciudad ni muy grande,
ni muy pequeña; y su casa estaba en una calle ni muy ancha, ni
muy angosta, y en un barrio no muy lejos del centro; y las cosas hubieran
sido de lo más normales, si no fuese porque su madre tenía
una tostadora de pan por cabeza y su padre una caja de cerillas, cosas
estas que hicieron que sus hombros acabasen sustentando un radiador
de lo más cuadriculado, y que las más de las veces estaba
sobrecalentado.
Si no fuese por estos pequeños detalles que acabo de contar,
la existencia del Sr. X pasaría por ser normal, pero en estas
circunstancias la cosa se antojaba insalvable, y siempre acababa la
vida dando con él en el fondo de sus desdichas.
Un día de sábado el Sr. X, después de cenar en
su casa, se fue al cine a ver una película de ciencia ficción.
Aquel era uno de los pocos sitios donde se encontraba realmente a bien,
sin ninguna mirada acusadora alrededor, ni ningún comentario
fuera de lugar dedicado a su persona, y nadie que hiciese nada que le
incomodase; y además las personas de la gran pantalla eran los
únicos capaces de hacerle sentir emociones. Para él era
todo un lujo ir allí.
Terminada la sesión se fue de fiesta consigo mismo, e hizo lo
de todos los fines de semana, o sea intentar iniciar una conversación
con una persona del sexo opuesto. Pero la cosa era harto difícil,
porque apenas se acercaba a cuatro pasos de la presunta víctima,
esta salía despavorida, como si le estuviesen apuntando con un
fusil de asalto.
El Sr. X repetía unas cuantas veces más la intentona,
y finalmente desistía, y se quedaba solo en un rincón
ahogando sus penas con vodka y pastillas.
Aquella noche iba tan sumamente cargado de alcohol y otros vicios que,
cuando llegó al coche, que estaba aparcado en zona prohibida,
se quedó a dormir en él, y se sentía tan mal aquel
día que fue a pedir ayuda al Dr. Sí, que era la única
persona con quien en ese momento podía hablar.
El Dr. Sí era un médico de mediana edad, que vivía
en un planeta perdido en el espacio, y vestía un batín
blanco llenos de estrellas y planetas que brillaban con luz propia en
la oscuridad, pero desentonaban un poco con su bigote oscuro bien poblado,
y su sombrero marrón de ala estrecha que llevaba a la altura
de las cejas.
El supuesto Dr. era de lo más optimista, porque a todas las preguntas
de sus pacientes siempre daba un sí por respuesta, de ahí
su nombre, y lo mismo ocurrió cuando llegó a su consulta
el misterioso Sr.X, que a todas sus deficiencias y dudas mentales dio
una sanación rapidísima, dando siempre un sí por
contestación.
Debió de pasárselo de lo más entretenido en aquella
visita al Dr. Sí, porque estuvo todo el domingo e incluso hasta
bien entrada la mañana del lunes con el imaginario Dr.
Cuando, a primera hora de la mañana, llegó el camión
de la grúa para despejar la zona, el Sr. X estaba tan inmerso
en la conversación con el Dr. Sí que ni siquiera se dio
cuenta de que la grúa había remolcado su coche con él
dentro.
El operario remolcador se asomó tímidamente por el cristal
de la puerta del coche del Sr. X, y lo contempló boquiabierto
durante un instante. Le pareció tan esperpéntico que ni
siquiera tuvo valor para abrir la puerta y sacarle de la consulta despertándole,
y procedió a remolcar el coche como si no hubiese nadie en él.
Hubo alguna persona curiosa que se asomó al interior del vehículo,
y rápidamente, con estupor, retrocedió unos cuantos metros,
manteniendo la distancia al Sr. X, y al final, cuando la grúa
había terminado de remolcar el coche completamente para dejarlo
en el depósito de vehículos, con el Sr. X dentro, se había
formado un corrillo de gente que cuchicheaba, y contemplaba todo aquel
espectáculo sin atreverse a hacer nada.
El vehículo remolcado, por su parte delantera, atravesó
la ciudad con el Sr. X a bordo, sin moverse un ápice de su asiento,
y dando la sensación de ser un objeto inanimado.
Aún no eran las diez de la mañana cuando la grúa
dejó su carga sobre el depósito de vehículos, cerca
de la caseta del oficial de guardia, que en aquella mañana de
lunes ocupaba el corpulento agente Slurp.
Una vez el Sr. X abandonó la consulta del Dr. Sí se despertó,
y escupió bruscamente contra el cristal el cigarrillo consumido
que había llevado durante día y medio, mientras él
estaba ausente de sí mismo.
Los efectos de la resaca hacían que su cabeza pesase horrores,
mucho más de lo que en realidad pesaba.
Tardó un tiempo en moverse debido a su estado inestable.
Los cristales estaban empañados, y no es que hiciese frío;
acabaron así debido al calor que desprendía su cuerpo.
Una vez se hubo encontrado consigo mismo, recordó vagamente que
estaría en el estacionamiento prohibido donde había dejado
el coche hacía unas horas, porque para él ese era el tiempo
que pensaba que había pasado.
Cuando le dio al limpiaparabrisas se quedó de piedra, al comprobar
que estaba en el depósito de vehículos.
El Sr. X no entendía nada de lo que estaba pasando, y decidió
ir a la caseta del oficial de guardia para aclarar la situación.
Apenas abrió la puerta se dio cuenta de que llovía tímidamente,
y decidió esperarse un poco en el coche a que amainara, ya que
no llevaba ningún paraguas, y la lluvia perjudicaba su salud.
A los pocos minutos dejó de llover, y fue entonces cuando decidió
salir del coche, momento en el que el agente Slurp se percató
de que había alguien en el aparcamiento, y al oír las
pisadas que se dirigían hacia su posición las orejas le
crecieron dos palmos.
Se asomó a la ventana el citado Slurp, que estaba tras una reja,
con un movimiento rápido y vio al Sr. X; se frotó los
ojos un par de veces y finalmente optó por ponerse las gafas,
porque no estaba seguro de estar viendo lo que realmente veía.
En aquel momento le dio por pensar que podría ser alguien que
había sacado un radiador del coche, pero eso no tenía
sentido. ¿Y de dónde había salido ese individuo?.
Era un tío que había salido de la nada para llevarse un
radiador. La cabeza de Slurp era una olla a presión.
Cuando el Sr. X llegó hasta su oficina levantó su mirada
hacia el agente que permaneció boquiabierto e inmóvil.
-¿Qué es lo que hago aquí exactamente, oficial?,
le preguntó el Sr. X.
Pero Slurp seguía sin dar señales de vida.
-¿Se encuentra bien, agente?, inquirió el Sr. X, interesándose
por la salud del oficial de guardia.
Aunque tampoco contestó a esta otra pregunta el citado Slurp,
y continuó haciendo la estatua.
Al poco reaccionó y, apartándose un par de metros de la
reja donde estaba el Sr. X, le dijo:
-Márchese, y quien quiera que sea espero no volver a verle.
Con lo que el Sr. X volvió a su coche y desapareció.
Si ustedes lo piensan un poco todo esto es bastante normal porque...
¿quién va a querer algo con alguien que tiene un radiador
por cabeza?

Extraído
del libro
"Un mundo imperfecto"