RELATOS LITERARIOS: LAS CROQUETAS DE POLLO. De Manuel Cortés Blanco


RELATOS LITERARIOS: LAS CROQUETAS DE POLLO.
De Manuel Cortés Blanco

LAS CROQUETAS DE POLLO. De Manuel Cortés Blanco

La primera vez que presenté unas líneas a un concurso fue por culpa de unas croquetas. En casa oíamos con frecuencia un programa de variedades de la radio local donde acostumbran a premiar cada semana la mejor receta que les remitieran.

Mi madre, como antes lo fuese mi abuela, era una excelente cocinera. Le salen unos platos para chuparse los dedos, y una repostería que desata la envidia de todos los amigos del recreo. O si no que se lo digan al Canillas.


Mamá -le pregunta Anselmito a la suya-, ¿por qué no haces unos pasteles como los de Manolito?

Una vez elabora unas croquetas de pollo. Saben tan exquisitas que luego no nos entra el filete de ternera. Papá come dos sartenes y mi tía Pili, que ese mediodía anda por allí, decide saltarse su régimen de verduras.

Hay que dejar constancia de esa fórmula magistral: dos cucharadas soperas de harina, una de aceite, cuarto de litro de leche, un huevo, nuez moscada, pollo desmenuzado y una pizca de sal. Sin embargo, esa sucesión de ingredientes no hace justicia al deleite de su sabor. De hecho, a la madre de Anselmito, con esos mismos productos, no le salen tan ricas.

Entonces mamá detalla cómo las hace, confesando su toque personal. Cual si fuera un notario, voy tomando nota de cada paso: echar la harina antes que la leche para evitar grumos, que el aceite muy caliente cubra cada unidad, colocarlas sobre papel absorbente. Eso más los secretos que no se revelan... porque en algo debemos distinguirnos del resto de las madres.

Redacto la receta con tanto cariño que en boca de un cuentacuentos hubiera pasado por una historia. No en vano terminamos remitiéndola a aquella emisora y obteniendo el primer premio: una cubitera y un molinillo. La próxima vez que nos presentemos lo haremos con un helado de café.

En el barrio, la mamá de Anselmito le pregunta a la mía:


¿Cómo es posible que con un plato tan simple haya ganado el concurso? Yo envié una langosta armoricana con aderezo de queso, y mi amiga una brandada de bacalao con caviar. ¿Acaso no le parecen suficientemente sabrosas?

La sencillez y la dedicación son virtudes difíciles de explicar a quien las confunde con la simpleza. Por eso mi madre opta por la prudencia:


Estaba muy bien escrita... Por eso la seleccionaron. Usted no sabe lo bonito que redacta mi hijo.

La segunda vez que presenté otro texto a un certamen fue tras un problema con Hacienda. La tentación hace al ladrón. Ocurrió justo después de que cerraran la fábrica de papá. Tras haberle indemnizado con el fondo de garantía, recibimos una citación de la agencia tributaria reclamando el porcentaje correspondiente en forma de impuestos. ¡Qué barbaridad! Cómo pueden gravarte así con un dinero ganado tan a pulso.

En casa no salen las cuentas, aunque el director del banco se ofrece gentil para que ampliemos nuestro préstamo. ¡Qué mal sienta el afán de protagonismo en un actor secundario!

Un gestor del sindicato rubrica un recurso en nombre de la plantilla. Y yo, por mi cuenta y riesgo, añado una carta a modo de anexo en la que detallo mis razones por las que entiendo tan injusto aquel requerimiento.

Al final, contra pronóstico, resuelven de nuestra parte. Para que suceda lo imprevisto, que ocurra antes lo previsto.

La mayoría de los obreros celebran el fallo en la gestoría. Una apelación brillante, sin duda. No obstante, mi padre, el capataz y un oficial de segunda están convencidos de que sin mi nota no lo hubiésemos conseguido.


No sabéis lo bien que escribe mi hijo.

Aquellos compañeros de papá siguieron contando conmigo ante otros asuntos con la administración. Por desgracia, no todos los principios alcanzan el mismo final. La originalidad también entraña riesgos.

Ese escrito, aliñado con sonrisas y adaptado a las bases de un certamen de relatos, me permitió conquistarlo, ganando tres mil pesetas que supieron fenomenal. Y aunque el director de la sucursal bancaria insistiera en lo bueno que sería renegociar la hipoteca (¿bueno para nosotros?), finalmente la dejamos estar.

Desde entonces he seguido redactando; o lo que es más importante, disfrutando mientras redacto. Entre sartenes, declaraciones de renta, recetas del hospital. A veces, en una felicitación de cumpleaños; y es que, como les aseguré a mis amigos los gemelos, si no fuera porque sois dos pensaría de cada uno de vosotros que erais irrepetibles. Alguna con una postal en blanco y negro desde la terraza de aquel bar: Lisboa de luces, contrastes, tonalidades. Lisboa maravillosa a la que sólo le falta tu color. Otras, en la dedicatoria que esconde una foto: En lo bueno y en lo malo, feliz por estar al lado de una persona tan maravillosa.

Mi padre decía que alzar la voz con desaire no refleja una buena educación. Que el argumento se pierde con el grito y que no por hacerlo se tienen más razones. Quizá por eso, elegí la literatura como forma de gritar. A papá no le hubiera importado.

Porque, como todo, a escribir se aprende escribiendo.

A través de la imaginación he volado sobre millones de sitios que puntualmente he anotado en mi bitácora de viajero. Incluso en cierta ocasión escribí un libro.

Para terminarlo utilicé un truco infalible que heredé de mis tiempos de estudiante. Por entonces, ya tenía la costumbre de empapelar mi habitación con notas de colores en las que me insuflaba ánimos para alcanzar cualquier reto: Aupa, lo vas a conseguir, estamos contigo, nos los vamos a merendar.

Así superé la selectividad, cada examen de cada asignatura, las oposiciones. Y cuando vi en la prensa local la convocatoria de aquel premio literario, y en ella la posibilidad de que alguien diera luz a mis relatos, puse manos a la obra. Aunque con una particularidad, eso sí. Dado que ahora vivo solo, las papeletas dando aliento estarán en cada rincón de la casa. ¿Hay algo más grato que estar afeitándote ante el espejo y leer que eres estupendo? A veces la diferencia entre ser bueno y ser mejor está en una palabra.

Con ese primer libro, lo pasé sensacional. Y no porque saliera en la radio o se agotase tan pronto (señal inequívoca de que tengo muchos amigos), sino por el contacto que me permitió con sus lectores.

En aquella presentación oficial, en el Salón del Trono del Palacio de Capitanía, temo que sus 150 sillas queden vacías. Cierto es que he invitado a mis vecinos para que, a modo de claque, aplaudan cuando agache la cabeza. Y que la editorial, además de elegir un día en el que no televisen fútbol, sacó una nota en el diario local. No sé; con la de cosas que tenemos pendientes, ¿quién va a venir?

A veces, si no siempre, la vida te sorprende. Aquel espacio majestuoso queda pequeño. Mis amigos llaman a sus amigos, y éstos a los suyos, creando una cadena que además de la sala llena mi corazón. Los que apuran en los eventos tienen que estar de pie; y los tardones, ni siquiera pueden entrar. Tan sólo quedan libres algunos de los asientos reservados para mi familia. ¿No han venido? Seguro que están todos, incluso los que no están. Otra cosa es que se les vea.

El contacto con la prensa resulta particular. Una de mis presentaciones la cubre un becario. Entra al acto, toma unas fotos desde su móvil y a los cinco minutos se marcha. Tiene prisa; dos calles más abajo inauguran una exposición de pintura del máximo interés.

Al día siguiente puedo leer la crónica en el diario. Llama su atención que yo sea un hombre que escribe de amor, como si eso fuera patrimonio exclusivo de alguno de los dos sexos. Y que me dedique a la salud púbica. No es exactamente así, pues yo poco o nada tengo que ver con las dolencias del pubis. Mi trabajo se centra en la salud pública. No lo tomamos a mal; lo que cuentan no son las frases sino la intención.

Habla de un público nutrido, con lo que estoy totalmente de acuerdo: así a simple vista, todos han comido bien. El evento se celebra en el salón de un palacio. Sinceramente, creo que en la línea que propone recuperar para estas ocasiones los marcos para ciegos debería decir los marcos palaciegos.

Van a entregarme un premio concedido por una editorial; en su columna pone que lo otorga un Ministerio. Un fallo sin importancia, ¡salvo para la editorial! Y hacen una breve reseña sobre mí: nació en Madrid, vive en Zaragoza. Justo al revés; tampoco tiene la menor trascendencia. Ni siquiera la palabra escrita luce irreversible.

Afortunadamente, una cosa es la opinión pública y otra muy distinta la opinión de la opinión pública.

Pese a ello, estoy contento de que siendo un autor novel hayan cubierto la noticia; y agradecido, sinceramente agradecido, al único becario que asistió. Aunque fuera en un ámbito distinto, yo también tuve una beca y sé lo que tienen que cubrir en apenas cinco minutos.

Sin embargo, lo mejor aparece cuando la gente comenta qué ha sentido tras leerte. Si le has gustado o no, si le has tocado la fibra o pasaste por ella sin pena ni gloria, si te ha dado cobijo en su mesilla de noche o acabas como regalo para una cuñada. Y te das cuenta que no se refieren a tu obra, sino a ti. Te lo están diciendo a ti.

Además, aprendes las mil maneras que existen de interpretar un mismo texto. Un señor apunta que desde la primera línea queda muy claro que he estudiado en Dominicos (dicho con respeto, ni siquiera sé dónde cae ese colegio), el de al lado bromea con que esperará a leerlo al momento en que rueden su película, otro insiste en mi ideología de derechas, aquél en el talante de izquierdas... Quien publica se hace público. No sé. Yo sólo escribo relatos. Nunca me ha interesado la política. Me aterra el peligro de pertenecer a las mayorías. Aunque a veces pienso que debo escuchar esas críticas para saber verdaderamente quién soy.

No vivo de lo que hago; vivo de lo que lees.

En un plano diferente y haciendo vanagloria en mi comparación, ahora entiendo mejor lo orgullosos que se ponen unos padres cuando alguien les revela algo bueno de sus hijos. De hecho, están hablando de ellos. Lo digo por una anécdota que ocurrió mientras tomaba un café con Vanesa. Fue en una terraza; y al lado, justo al lado, se sientan tres mujeres que parecen mirarnos. ¿Las conoces? De nada, ¿y tú? La que está de espaldas vuelve la cara con insistencia.


Alguna paciente del hospital -le susurro a Vanesa-.

Justo a la hora de irnos, ella se da cuenta, se levanta y dirigiéndose a mí, dice:


Perdona... ¿eres Manuel, el escritor?

Respondo que sí. La primera vez que me pasa. Nadie reconoce a nadie. Me ha hecho ilusión.

Entonces prosigue:


Disculpa mi atrevimiento... Sólo quiero decirte que tu libro me ha gustado, que me has emocionado con él, que no puedes dejarnos así... Me reconozco en tus palabras. Tienes que escribir más.

Jamás interrumpas un halago; tampoco lo mendigues.

Le doy las gracias, dos besos. Prometo que lo haré. Vuelvo a darle las gracias, otros dos besos. En mi familia siempre fuimos muy agradecidos... y muy besucones.

Me he llevado una alegría, porque están hablando de algo mío, ¿o era de mí? Da igual. Ahora comprendo mejor el orgullo de unos padres.

Con todo lo expuesto, cuando sea mayor quiero seguir componiendo, fiel al espíritu de aquella primera obra. Tener una idea que contar desde el refugio de mi fantasía. Y hacerlo con sencillez, marcando las distancias, para que la gente sencilla lo sienta cerca.

¡Qué nadie tema al hombre de un solo libro!

La noche será mi aliada, a sabiendas de que no tiene pared. Si en ella acampa el insomnio, no contaré estrellas; contaré contigo. Y si cayese dormido, la imaginación rescatará sus palabras del mundo de los sueños.

Aceptaré que me elijan mis propios errores, mas no temeré al fracaso. Una tarta hecha con miedo no puede ser una buena tarta.

Si los recuerdos afloran procuraré transformarlos en renglones. Sin prisas, aunque a veces desespere a mi editor. Sin encargos, porque nadie puede poner ventanas a su libertad para imaginar. Sin dinero, pues existen cosas tan íntimas, tan entrañables, que si rozasen con lo monetario acabarían convirtiéndose en mundanas. Y sin alcohol, que por algo acostumbro a emborracharme de otras cosas.

Hay veces que desearía tener una trampa para que en ella cayesen las ideas. Resultaría tan fácil componer así. Luego yo las redactaría para que tú las leyeses; y de ti a nosotros, a vosotros, a ellos. Mejor que no. Al igual que los sentimientos, han de ser libres para que puedan bañarse cuando quieran en el mar de la inspiración. Y compartidas, especialmente contigo; sólo las ideas llaman a las ideas.

Dicho y hecho; invertiré en valores que duren más que mi ego. A sabiendas del destino de mis derechos de autor, me sentiré sobradamente pagado. Lo que no se entrega, muere.

Tengo fe; y fe es la confianza en que lo que va a sucederme será bueno.

Por cierto, en una de aquellas presentaciones, después de hablar sobre sus cuentos y las motivaciones que me hicieron escribirlos, conté las anécdotas de las croquetas de pollo y del recurso ante Hacienda. Cuál sería mi sorpresa cuando al terminar, en ese preciso instante en que los amigos guardan fila para que les dediques su ejemplar, un matrimonio me comenta:


Nos encantaría conocer esa receta -dice ella-, ¿sería tan amable de enviárnosla?


Y el recurso también -apunta él-. Son de esas cosas que conviene tener.

Sonreímos. Indudablemente los tiempos, en eso, han cambiado poco.

Para finalizar esta historia, quisiera reproducir una carta que recibí de uno de esos lectores; una de las más bonitas que han depositado en mi buzón. Se trata de Alberto, una persona que la escribió desde el centro penitenciario en el que está interno, después de haberme leído. Si de magos parece la capacidad de llegar al corazón, no tengo ninguna duda de que estas líneas han sido escritas por uno.


Hola Manuel.

No estoy acostumbrado a escribirme con desconocidos, aunque después de leerte tengo la sensación de que te conociera.

Empezaré diciendo que tu libro me parece un libro 10. No soy un crítico literario, sólo una persona con pocos estudios, pero lo que te puedo asegurar es que se trata de una crítica humana, que de eso algo tengo...

A mí personalmente me ha ayudado a recordar emociones que tenía olvidadas; poco a poco les voy lavando la cara para que reaparezcan con brillo e iluminen una personalidad extraviada.

Te parecerá extraño recibir la crítica de un preso...

He intentado que algún compañero te lea. No lo he conseguido. En sus vidas oscuras no cabe el color azul... Aquí el más duro es el más, el negro es el color de moda y como dirías tú, en la celda número 1 vive la desilusión; en la 2, la rabia; en la 3, la desconfianza; en la 4, el egoísmo; en la 5, la tristeza; en la 6, la pena; en la 7, la prepotencia; en la 8, el odio; en la 9, la envidia; en la 10, la desesperanza, y así podría llenar una hoja. Lo que es seguro que en todos, menos en uno por lo menos, no vive la libertad, ni la alegría, ni la amistad, ni esperanza, ni amabilidad, ni el respeto, y el amor todavía menos.

Aquí me siento como un cubo de agua en el desierto; podría ayudar a muchos pero esos muchos desconfían de mi ayuda.

Sigo pensando lo mismo que cuando entré: todo el mundo es bueno hasta que no se demuestra lo contrario. A lo mejor el problema radica en mí; en las caras veo esa bondad...

Mi nombre es Alberto... Soy o me siento una persona sensible, pero cometí el error de escoger el mal camino de la vida. Como en el mundo hay excesivo egoísmo, decidí ser egoísta. No pensaba nada más que en destruirme, sin valorar que hay mucha gente alrededor que me aprecia, y me sumergí en el mundo de las drogas y el alcohol. Ahora llevo tiempo sin consumir...

Esto es sólo el principio, espero que algún día podamos conocernos en persona, ya que habiendo leído tu libro me siento amigo tuyo y compañero de vida, aunque nos hayamos conocido de una forma no muy normal...

La vida nos enseña. Que luego aprendamos o no, es nuestra responsabilidad aun asumiendo que, si tropezamos tres veces en la misma piedra, tenderemos a echarle la culpa al destino. Somos humanos, para lo bueno y para lo demás.

Con la publicación de mi libro y en especial con los comentarios de sus lectores, aprendí muchísimas cosas.

La primera, que aquello que discurres una noche en tu habitación puede llegar a la silla más recóndita del mundo. Sorprende el alcance de la imaginación; sorprende su responsabilidad.

La segunda, que eso que tú cuentas ha podido vivirlo alguien con tal similitud que le resulta imposible no identificarse; detrás de nuestra capa de pintura, somos parecidos.

Tercero, que al escribir hacemos público algo privado, estando sujetos a cualquier tipo de crítica; las buenas y las mejores, por supuesto.

Cuarto: no se puede agradar por unanimidad e intentarlo conlleva un esfuerzo enorme.

Y así un largo etcétera de lecciones de las que he ido tomando nota.

En las charlas literarias a las que he asistido compartimos opiniones variadas. Yo defiendo que las personas de carácter duro no son mejores ni peores que los llamados blandos; y que los ganadores tampoco tienen que serlo respecto a los perdedores. Como decía mi abuelo, en todos los mares habitan medusas; como explicara mi profesor de Psicología, no juzguemos a nadie por su personalidad.

También mantengo que hay muchos que se sienten cómodos en su rol de perdedor. Les gusta esa estética y, lo más importante, la convierten en un recurso para enfrentarse a la vida.

Evidentemente, cualquier actitud ante ella merece un respeto, pero siempre, en cada uno de mis renglones, he preferido pensar en positivo. Sin resignaciones, buenos consejos ni moralinas, aunque lo parezcan; sino con la convicción absoluta de que desde esa plataforma se llega más alto.

Amigo Alberto: tu carta ha sido un compendio para mí. Se nota que la escribiste con y desde el corazón; tienes madera de mago.

Estoy convencido de que un día nos conoceremos. Me apetece así de mucho. Entonces te daré las gracias por emocionarme, por transmitir tanto optimismo, por hacer que me identifique con tus palabras, por saberte tan cercano en la distancia y, cómo no, por haberme enseñado otra lección.

No sé si tarde o pronto, si dentro o fuera, si arriba o abajo; lo que sí anticipo, con absoluta seguridad, es que también te siento mi amigo.




Cartas para un país sin magia


Extraído del libro
"Cartas para un país sin magia"


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