Las arañas me han inspirado siempre un terror
licuante. Delante de una araña me convierto en otra persona,
mis manos tiemblan, sudo, tartamudeo, incluso tengo a veces la clarísima
sensación de perder el conocimiento. No imagino otro ser más
aterrador, ni una imagen más desazonadora. Recuerdo infinitos
episodios de mi infancia y adolescencia en Villa San Miguel, la casa
de mis abuelos en el pueblo, una edificación enorme, antiquísima
y, por supuesto, infestada. Estaban por todas partes, caían desde
el techo cobre mi colcha, aparecían de improviso flotando en
una jarra de agua, sobre la butaca en la que me disponía a sentarme,
o, más espantosas aún por el contraste, sobre los manteles
blanquísimos que extendía mi abuela sobre la mesa, inmóviles
y yo diría que burlonas, desafiantes, negras y crueles junto
a los platos y los tazones de loza.
En el jardín, enorme y descuidado, sabía que las encontraría
en los sitios más insólitos, en uno de los huecos de la
arquitectura de yeso del porche, entre las enredaderas, colgando de
un hilo justo a la altura de mi cara, o silenciosas y taimadas en las
redes, como minotauros en sus laberintos. ¡Dios! Incluso hallé
una, no me pregunten cómo llegó, dentro de una caja de
cerillas, ¡y la toqué con los dedos! Creo que nunca podré
olvidar aquella sensación.
Podría pasar horas hablando sobre ello, pero ahora sólo
quiero contar lo que ocurrió la tarde que Pilar se marchó
para siempre del pueblo, sin que yo le hubiese llegado a confesar mi
amor. La quería tanto que me dolía su ausencia como una
herida, había escrito todos mis primeros poemas para ella, y
la perspectiva de no volver a verla, de perderla sin que supiese, hizo
que me decidiera a dar el paso. Saqué fuerzas de flaqueza, repasé
mentalmente lo que le diría en la estación, preparé
mis mejores palabras y ensayé un par de veces ante el espejo
mi única sonrisa triste, y, cuando ya corría hacia la
puerta, encontré la araña más enorme, negra y espantosa
que había visto nunca, colgando siniestramente del dintel, a
la altura de mi cabeza, impidiéndome salir. Me quedé inmovilizado,
sin atreverme a rodearla, porque eso hubiera supuesto pasar a su lado,
sin atreverme tampoco a cruzar por debajo, porque el terror a que me
cayese encima era tan fuerte que casi hacía que me desmayase.
El tiempo pasaba, el tren partiría pronto, y yo perdería,
sin duda, y el sabor de aquella primera derrota marcaría mi vida
quizá para siempre.
Registré la casa y regresé a la puerta armado de un espray
insecticida, a prudente distancia lo vacié sobre el monstruo,
que al principio se resistió, intentó huir, escapar de
su propia tela empapada en el líquido mortal, y luego, lentamente,
en una agonía casi coreografiada, cayó al suelo, justo
delante de la puerta, encerrándome aún. Todavía
movía sus horribles patas, todavía era capaz de inmovilizarme.
No me quedaba ya insecticida, de modo que busqué por todas partes,
y encontré otro espray, esta vez de espuma de afeitar. La enterré
en un montón de nieve blanca que me libraba de su visión,
pero, cuando ya levantaba el pie para pasar por encima, vi que asomaba
otra vez, aún más negra, aún viva. No sé
cómo pude hacerlo, no sé de dónde saqué
la fuerza, pero dejé caer el pie violentamente, y luego lo dejé
caer otra vez, y otra, y otra, y sentí mi cuerpo como algo líquido,
algo que ya no me pertenecía, sentí un vértigo
brutal, una embriaguez absoluta mientras saltaba sobre el montoncito
de nieve, y grité hasta romperme la garganta, y lloré,
y sudé, en aquella ceremonia catártica, aquel baile de
liberación, aquel horror.
Cuando llegué a la estación, el tren se alejaba.
RELATOS LITERARIOS: ARACNOFOBIA.
De Antonio López del Moral