LA NIÑA NUEVA.
De Isabel María Abellán
No recuerdo exactamente cuándo se incorporó
a nuestro curso. Yo tenía entonces siete años recién
cumplidos y no sabía llevar bien el paso del tiempo. Las cosas
sucedían antes o después de Navidad o próximas
al verano, pero nunca sabía precisar mucho más. No obstante,
cuando ella llegó, debía estar próxima la primavera,
quizá fuera febrero. Lo pienso ahora porque recuerdo a mi madre
cosiéndonos, a mis hermanas y a mí, los refajos para el
día de San Isidro. En el pueblo había desfile y en él
salíamos todas las niñas. No sé por qué,
pero apenas se disfrazaban los chicos.
Cuando ella llegó no traía uniforme. Como era nueva era
normal que aún no lo tuviera. Sin embargo, la hermana no le dijo
nada. No se impacientó, como acostumbraba. Generalmente solía
dar una semana de plazo o mucho menos. En una ocasión, cogió
unas tijeras y, antes de salir de clase, me descosió el bajo
del uniforme. Hacía tan sólo unos días que me llamó
a su mesa para decirme que la falda ya estaba un dedo por arriba de
la rodilla, me dijo que sin falta le dijera a mi madre que le sacara
al bajo. No recuerdo si me acordé de decírselo o no, me
pasaba entonces como ahora, que las cosas se me olvidan. La última
vez que mi madre le bajó a la falda le puso unos plomitos pequeños
dentro del bajo, me dijo que eran para que el viento no me la levantara.
El día del descosido caminé avergonzada por la calle,
los niños de las escuelas públicas se reían al
verme pasar con los hilos colgando. Los miraba con envidia, ellos no
tenían que ir disfrazados al colegio. Conseguí llegar
a casa sin soltar una lágrima, pero cuando mi madre me abrió
la puerta solté todo lo que llevaba dentro. Ella no tuvo que
preguntarme nada, vio el bajo deshilachado y comprendió.
La niña nueva no trajo nunca uniforme. Yo miraba a la hermana
y pensaba: "Ahora la llamará a su mesa y le gritará
que así no se viene al colegio". Pero no lo hizo jamás.
Tampoco le riñeron por no traer libros, la hermana siempre le
dejaba el suyo y también le prestaba lápiz y papel. La
niña nueva sonreía continuamente. Ninguna hablaba con
ella porque era nueva, pero ella siempre estaba alegre. En el patio,
a la hora del recreo, se comía su bocadillo sentada sola en un
banco, pero no parecía triste. Si tú la mirabas ella te
devolvía la mirada y además te regalaba su sonrisa. Nunca
había visto nadie así. Las demás niñas la
miraban con recelo porque no traía uniforme, y Encarna, la de
más edad de clase, dijo un día que no lo traía
porque era pobre. Se había enterado que la madre de la niña
nueva trabajaba sirviendo en una casa. Aquella mañana la miré
mientras la hermana le hizo que leyera en voz alta. Tenía una
voz clara, perfecta; señalaba la línea con el dedo y leía
con mucha lentitud. Sin embargo, la hermana no le dijo nada por ser
lenta ni por lo del dedo.
Aquel día, al salir de clase, me puse a su lado. Me miró
sorprendida porque se dio cuenta que iba caminando a su paso, ni me
adelantaba ni me atrasaba, y comprendió que quería hablar
con ella.
- ¿Puedo ir contigo hasta tu casa?
Ella volvió a sonreír y negó con la cabeza.
-No vivo donde tú.
Ella vivía en la parte alta del pueblo. Me contó que
su habitación era una cueva que su padre había excavado
en la montaña. Entonces le rogué que me llevara a ver
su habitación y las dos fuimos caminando en dirección
contraria a la que yo siempre hacía. Su casa estaba en la parte
más alta de la montaña, donde desaparecían las
últimas casas. Desde allí divisé por primera el
pueblo en su totalidad. Casitas encaladas de blanco con tejados de teja
árabe, apiñadas en torno a calles estrechas y tortuosas,
con macetas de geranios en las ventanas. Más abajo, las calles
se ensanchaban y surgían las casas de pisos. En uno de aquellos
edificios vivía yo. Y al final, cuando ya el pueblo se terminaba,
surgía la huerta.
"Lo que yo veo desde aquí no lo ve nadie". Me dijo.
La miré y sonreí. "Déjame ver tu cueva".
Entramos. Su padre la había pintado de verde
- ¿A qué es preciosa? Aquí nunca tengo ni frío
ni calor. No necesito calefacción y, si hay un terremoto, a mí
no me pasa nada, porque yo estoy bajo la montaña.
Estuvimos toda la tarde jugando con una caja de madera que había
en la puerta de su casa, pensamos que podíamos transformarla
en un coche. Cerca de allí ella conocía un lugar donde
la gente abandonaba los coches rotos.
-Allí hay de todo y mi padre, que entiende de esto, nos puede
coger un motor viejo, nos lo arregla y podemos, tú y yo, ir en
nuestro coche por todo el pueblo.
- ¿Te imaginas la velocidad cuesta abajo? Todas querrán
probarlo.
Anochecía cuando llegó su padre. Era albañil y
llegó cubierto de polvo. Se puso muy contento cuando me vio allí.
"¡Anda! Ya tienes una amiga. ¿Le has ofrecido algo
para merendar?" Se nos había olvidado todo, incluso, que
a esas horas, mi madre estaría como loca buscándome por
todas partes. Mi amiga le contó a su padre lo de nuestro coche.
Él se echó a reír y nos prometió arreglarnos
al día siguiente un motor viejo.
-Y si a pesar del arreglo no funciona, os ato una cuerda y yo tiro
de vuestro coche por toda la cuesta, para que sepáis lo que es
la velocidad.
Tenía la misma forma de sonreír de su hija. Cuando me
dijo que me acompañaba a mi casa, yo lo cogí de la mano
y fui todo el rato preguntándole cómo nos iba a sujetar
las ruedas a la caja de madera, y el volante, y todo lo que se me ocurría.
Él me respondía riendo sin cesar "¡Os haré
el coche más bonito que hayáis visto jamás! Todos
los niños os tendrán envidia." La emoción
me hacía dar saltos de alegría.
Ya era de noche cuando por fin llegamos a mi calle y divisé
las farolas que iluminaban las ventanas de mi casa.
Extraído
del libro
"El último invierno y otros relatos"