Dormía plácidamente; era una de sus virtudes.
Al llegar las diez de la noche se levantó renqueante del sillón,
dejó la Biblia sobre el televisor, lavó sus dientes, rezó
sus oraciones y se introdujo en su cama con la conciencia tan tranquila
y los nervios tan laxos que antes de tener el tiempo necesario para
enhebrar alguna idea que pudiera distraerle de su finalidad tenía
los ojos cerrados, la respiración regular y pausada y los restos
de conciencia durmiendo con placidez.
Ferebee junior vivía solo. Según quienes afirmaban conocerle,
la razón era su agresividad, su carácter huraño.
Era áspero en su habla, en sus movimientos, en sus gestos, en
su forma de vestir, aunque tenía virtudes. Nadie le negaba sus
virtudes: ser un buen cristiano, un buen patriota y un buen hijo. Era
un hombre fuerte y saludable, apenas padecía una leve lesión
cardiaca que no le impedía correr por las mañanas, como
cuando era un adolescente. Cuando su padre, Tom Ferebee, murió,
lloró como el niño que algún día fue; durante
días su semblante quedó lívido, sus manos frías,
su alma helada en alguna esquina de su corpachón bien alimentado.
Su vida se convirtió en más rutinaria de lo que ya había
sido; su casa, más sombría. Los únicos adornos
que podían encontrarse en aquella guarida eran los retratos en
blanco y negro de su padre, las fotos pilotando aquel avión,
la imagen amarillenta de su madre sonriente tras las gafas y la dentadura
postiza, con una inmensa tarta de manzana, casera, entre ambas manos,
una pequeña bandera norteamericana en cada habitación,
maquetas de aviones
un inmenso mapa de Estados Unidos en el salón.
Algún gato debió volcar un cubo de basura en la calle,
porque un sonido metálico sobresaltó a Ferebee, que cambió
de postura, quedando tumbado sobre su espalda. La boca abierta exhalaba
un aire denso, un leve sonido ronco. Apenas un rayo de luz entró
por la ventada, dibujando en las sombras el volumen de su vientre. Volvió
a dormir sereno.
Fuera, dejaron de sonar los coches. Sólo el monótono
y lejano sonido del rotor de un helicóptero desvirtuaba el silencio.
Algunas nubes densas debieron aparecer en el cielo, porque la escasa
luz de luna desapareció y se hizo la absoluta oscuridad. La única
señal, mínima, de vida en el cuarto, era el sonido de
la respiración pausada, morosa, inexistente casi. Quizá
por ello, si hubiera estado despierto, Ferebee junior se hubiera sobresaltado
al descubrir que de la puerta entreabierta del armario salía
el diminuto destello de dos ojos rasgados, pertinaces.
En la oscuridad densa el brillo blanco de aquellos ojos comenzó
a moverse, lento, en dirección a la cama. Pasó junto a
la silla en la que se encontraban tirados el pantalón, una camisa
arrugada y unos calcetines sucios, se acercaron a la colcha que caía
sobre el suelo.
Los ojos subieron hasta la altura del rostro aflojado de Ferebee y
una suave luz entró en la habitación, mínima, quizá
debido a que el desplazamiento de una nube permitía ver una pequeña
parte del disco de la luna. Brillaron en la semipenumbra unos dientes
pequeños e irregulares, unos colmillos afilados, si Ferebee hubiera
estado despierto habría sentido una respiración poco a
poco más agitada.
-¿Sabes, hijo de puta susurró una voz grave y resentida-
lo que pasó ahora hace sesenta años? Un seis de agosto,
como hoy, de 1945. Sí, sí, lo sabes, conoces la fecha
a la perfección
poco después de las ocho de la mañana,
el bombardero Enola Gay, del ejército de los Estados Unidos de
América, lanzaba sobre Hiroshima la primera bomba atómica.
La llamaron Little Boy, qué irónico, un niño pequeño
con el que Estados Unidos cometió el mayor crimen de la historia
de la humanidad
cerca de un cuarto de millón de personas
muertas en un instante.
Ferebee, aún dormido, se agitó en la cama, como si le
faltara el aire. Desde diferentes puntos de la habitación comenzaron
a salir puntos de luz mínimos; ojos rasgados que se dirigían
lentos y pertinaces, hacia la cama.
-Y sabes a la perfección todos los detalles del hecho. Te los
contaron cientos de veces cuando eran un niño, cuando eras un
adolescente, porque quien tiró de la palanca que aniquiló
la vida de tantos seres humanos, el perro que obedeció las órdenes
del democrático tirano Truman, fue tu padre, Tom Ferebee; el
héroe nacional norteamericano. El mismo cuyas fotos adornan las
paredes de tu casa; el condecorado, el que dio una razón de ser
a tu vida.
Ferebee tenía dificultad para respirar, parecía estar
en un duermevela agitado. Intentó hablar, aunque su estado de
consciencia no le permitía hilar los pensamientos con nitidez.
-¿Quién eres? ¿Qué quieres?
-Quiénes somos y qué queremos, deberías preguntar.
Somos aquellos muertos y venimos a llevarnos tu vida.
-Yo no
no soy culpable. Soy un buen cristiano.
-Vas a venir con nosotros al otro lado, al de la nada. Al de la nada
para siempre. Nunca hubo justicia, por lo que ahora ha llegado la hora
de nuestra venganza.
-Ya tenéis a mi padre. Ya murió Su habla era difícil
de entender. Masticaba con dificultad las palabras. Ya está
en vuestras manos. El culpable no fue él, el culpable fue el
Sistema, fue Truman, fueron nuestros representantes, mi padre obedeció
órdenes, era sólo un buen ciudadano de su país.
Ferebee sentía un inmenso peso en los ojos, no podía
abrirlos, no podía casi respirar, crecía la angustia y
notaba como si perdiera la capacidad de percibir las cosas, como si
se le escapara el alma. Crecían los ojos a su alrededor, su brillo,
ya no había un par de ojos, sino tres, cuatro, cien, mil. Un
suave sonido susurrante llegaba de la cocina, casi imperceptible, fuera
las hojas de los árboles comenzaban a moverse con una suave brisa.
-Ellos ya están con nosotros y nadie los devolverá. Y
tú tampoco volverás.
-No, -apenas se pudieron escuchar sus palabras- yo soy el niño
que iba en bicicleta por el jardín de la casa, el muchacho que
dejó la universidad, el mecánico eficiente, yo soy
-Un eslabón más de la cadena.
Dos manos rodearon el cuello de Ferebee y comenzaron a apretar.
-Quería a mi padre dijo casi ahogado.
Dos manos se unieron a las primeras y apretaron con más fuerza.
-Yo iba a la playa, defendí a la patria cuando me llegó
la edad, comía las dulces rosquillas que
Su voz se apagó. En torno a su cuello se unieron tres pares
de manos, cuatro, cien, mil, todas apretaban, el aire no llegaba a sus
pulmones, el oxígeno no llegaba a su cerebro, había huido
de su sistema nervioso central. Había un brillo más fuerte
en aquellos pares de ojos que ya llenaban la habitación. No peleó,
no se revolvió, perdía el alma y se iba dejando morir
con dulzura, sintiendo que su cuerpo quedaba en la cama y aquello que
lo animaba se marchaba hacia algún lugar.
Exhaló un último suspiro.
Las manos ya no apretaban, los ojos inclementes desaparecieron, y en
la silla continuaba en desorden el pantalón, la camisa arrugada
y los sucios calcetines. La noche continuaba negra, silente, apenas
había un ruido amortiguado de pasos sobre el tejado, un gato,
quizá. Y el suave sonido sibilante, de la brisa, quizá.
Ferebee estaba tranquilo. Lo iba a estar por siempre. No respiraba
ya.
Nadie le echó de menos los primeros días.
Cuando llegó el mediodía del lunes sonó el teléfono
de la casa. La primera vez el timbre tronó diez veces. Media
hora después, lo hizo hasta que la comunicación se cortó
por sí sola. No molestó a Ferebee el sueño del
que no se vuelve. Volvió a sonar cada media hora. Al final de
la tarde las llamadas se produjeron cada cinco minutos.
En las paredes, las fotografías del piloto, la imagen amarillenta
de la madre sonriente tras las gafas y la dentadura postiza, con una
inmensa tarta de manzana, en el cristal de la puerta de entrada a la
casa, unos golpes secos primero; después, secos y repetidos.
Apremiantes. Una voz viril y exigente.
-¿Hay alguien hay? ¡Abre!
Si Ferebee hubiera estado vivo habría escuchado el conciliábulo
nervioso. El golpe seco y extremadamente violento contra la puerta que
saltó y golpeó fuertemente la pared haciendo caer una
fotografía al suelo. Habría visto entrar al policía
con la pistola en la mano.
-Sal, Georges, sal, apesta a monóxido de carbono.
Tos, necesidad de escupir, de beber un trago del café aguado
que llevaban en un termo, en el coche. Una vecina vieja, con un vestido
de colores tropicales y el pelo blanco azulado, grita "la habitación
del señor Ferebee es aquella". Un gato negro de ojos rasgados
y brillantes mira agazapado desde debajo de un coche. Una carrera, un
golpe seco en la ventana, cristales rotos que caen con una extraña
música aguda. Sale el olor de la habitación, entra el
aire de la calle y un policía con un pañuelo que le tapa
la nariz. Pasan unos segundos, un minuto quizá.
-No respira. No le late el corazón.
Su compañero, de un modo innecesario, afirma "está
muerto", todos asienten, como parte de un inmenso jurado que hubiera
llegado a la más difícil deliberación, y miran
al suelo. Proceden según marca la ley.
¿Qué se hace con la casa de un muerto? ¿Qué
sentido tiene? ¿Y si el muerto es el hijo de un héroe
nacional? No por ello deja de volver la noche, no por ello deja de hacer
calor y vuelve el aire fresco. Todo lo más, se deja un coche
patrulla a la puerta de la casa para evitar que entren los vándalos,
se silencia el nombre del muerto para evitar momentáneamente
la intromisión de la prensa. Se espera a la autopsia, a que el
juez ordene qué hacer.
-¿Una rosquilla, Fred?
-Sí, y tomaré un poco más de café. No sé
para qué nos hacen estar de guardia toda la noche a la puerta
de esta casa. Está precintada.
-Para que no entre nadie, Fred. Peor sería estar en los barrios
de los negros o de los hispanos. Prefiero aburrirme aquí que
estar solucionando alguna violación, algún robo o algún
asesinato. Y peor debe estar el tal Ferebee. Ahora lo estarán
abriendo.
-Cierra la boca, me estropeas el café. Y vigila que no entre
nadie.
-¿Quién va a querer entrar? Vamos a escuchar algo de
música. Mira lo que he traído.
En la casa, los ojos rasgados y brillantes de los gatos, quizá
tres, cuatro, pululaban por los rincones. Por alguna razón habían
decidido entrar. Uno de ellos se subió en la cama, la olió,
repentinamente se bajó y desde el suelo dio una zarpazo en la
colcha. Salió hacia el salón y los otros gatos le siguieron.
El gato que parecía mandar en el grupo se subió al sofá
y se tumbó. Los demás, quedaron a sus pies y se tumbaron
en la alfombra. Alguno comenzó a lamerse.
-En verdad, -dijo uno de los policías- estas noches cálidas
y tan agradables, no son las mejores para morir.
-Verdad dijo su compañero, tomó un sorbo de café,
y miró hacia el final de la calle de casas de dos plantas con
jardín, árboles, por la que, era cierto, les hubiera apetecido
pasear, sin las responsabilidades propias de su cargo.
Extraído
del libro
"Donde no llegan los sueños"