
Hijo y padre caminan en silencio hacia la escuela,
a menos de quince minutos de su casa. La mano de uno, más pequeña,
va como perdida en la mano del otro; la palma suda y los dedos tiemblan
un poco. Es el primer día de clases. Las dos siluetas avanzan
recortadas contra un cielo crepuscular. La escuela es un viejísimo
edificio, antes blanco, ahora grisáceo, semioculto tras un par
de árboles torcidos y flacos. Por cómo mueven las cabezas
y miran alrededor queda claro que, si no es la primera vez, es la segunda
que acuden al lugar, luego quizá de la visita de admisión
o de la inscripción. Pero esta vez cuenta distinto, es el bautismo,
es el paso trascendental, mucho hablaron entre ellos y también
con las mujeres del hogar: hermana y madre. Una de ellas afirmó:
"Yo te enseñaría por mi cuenta a leer y a escribir,
pero la escuela es otra cosa, es una experiencia más grande".
Otra habló de estar orgullosa y lo felicitó.
A medida que se acercan, el movimiento es mayor. Unos entran y otros
salen de la escuela: chicos de siete, ocho, diez años; adultos
con un par de libros bajo el brazo. Los alumnos avanzados escrutan a
los novatos sin el menor disimulo. Los novatos, por su parte, tienen
el raro instinto de reconocerse, no así el valor o el impulso
de saludarse.
Por fin el silencio se rompe entre ellos dos. "Estoy feliz",
se oye. Y también: "Quién lo habría dicho".
Y por último: "¿Trajiste un cuaderno y algo para
escribir?".
Las manos se han separado y ahora están mucho más sudadas.
El nuevo alumno le pregunta al otro, al experimentado, si él
también se sintió así en su primer día de
clases. "Por supuesto", es la respuesta. El nuevo alumno sonríe.
Luego se le ocurre decir: "¿Y si los otros estudiantes
?",
pero una ráfaga de viento se lleva el final de la frase.
"Ya lo hablamos, ¡no hay que pensar en los demás!",
llega a oírse por encima de la calma reinstalada.
Los dos siguen caminando, sin volver a unir las manos, sus pasos son
tan iguales que uno parece el reflejo joven del otro, y así como
algunas bandas musicales dejan de tocar de súbito, en un acuerdo
perfecto, sin una seña que preanuncie la maniobra, casi de idéntica
manera ellos se detienen a un tiempo, en total sincronización,
y uno palmea con suavidad la espalda levemente encorvada del otro.
"Hay un café en la esquina, ¿lo ves?", pregunta
el que dio la palmada.
"Sí, lo veo, ¿por qué?".
"Te espero allá, papá. ¿Está bien?".
"Sí, está bien", contesta el otro algo mecánicamente.
Sólo al cabo de unos pasos (ya está dentro de la escuela,
ya lo hizo, ya sus pies pisan el patio) gira y grita a la espalda de
su hijo: "¡Son tres horas! ¿Qué vas a hacer,
tanto tiempo?".
Sonriéndole desde lejos, el hijo saca un libro que tenía
guardado en un bolsillo y hace, abriéndolo, la mímica
de leer, una mímica que nunca osó efectuar por un antiguo
prurito, el mismo que aún impide a él y a las mujeres
del hogar leer delante del padre una revista, un libro o lo que sea.
La mímica no ha caído mal, por el contrario. De modo que
el hijo se aproxima al café blandiendo el libro, bien visible,
como quien carga con orgullo algún trofeo, como quien carga con
cuidado algo valioso.
En ese libro, se dice, están las letras que su padre finalmente
va a aprender.

Extraído
del libro
"Microantología del microrrelato III"