De José Manuel Fernández Argüelles
Sentí que la muerte rondaba el exterior de la
casa nada más acercarme a ella. Fue un hálito frío
y rápido, aunque la corta duración no impidió el
estremecimiento de mi cuerpo y que provocara la duda sobre si seguir
avanzando o no. Continué. Después me arrepentiría,
pero en ese segundo tomé la decisión de afrontar mi destino.
La imposición de visitar al habitante de aquella estancia, que
siempre fue llamada "casa del profesor", aunque ahora ya poca
gente la conoce por tal nombre, se debió a la promesa hecha a
un amigo de informarle sobre la vida actual de nuestro antiguo y respetado
maestro. Mi esporádica visita veraniega a la ciudad de nuestros
infantiles estudios justificaba su petición.
Afirmo que sentí miedo al llegar ante el caserón cerrado
y pulsar un timbre inútil que no oí sonar en el interior.
Golpeé con el puño la puerta, y esta tembló indicando
su vejez e inestabilidad. Cuando se abrió, un anciano y casi
irreconocible profesor de la niñez apareció junto a la
mirada cruel y escrutadora que el recuerdo había atado a la memoria
con la fuerza del temor y la admiración. Eso fue lo que me hizo
reconocerle: solamente la mirada fija y penetrante de sus ojos pequeños.
Solo la mirada, que me dejó quieto y en silencio, mientras volví
a sentir el soplo de viento helado que recorría el exterior.
La mirada. Tan sólo la mirada cruel me indicó que aquel
había sido mi maestro.
No sé lo que duró el silencio entre ambos. Yo no acertaba
qué decir y él esperaba con su sempiterna seriedad y aspecto
enfadado. Fue él quien habló, finalmente. Pronunció
mi nombre y me ordenó pasar al interior.
Más tarde, mucho más tarde, frente a mi amigo, no supe
contarle lo que había sucedido con exactitud. Tuve que inventar
gran parte de lo ocurrido para justificarme. No pude narrar lo que aquel
ídolo, que representaba el miedo de nuestra juventud y también
nuestra idea de lo respetable y hasta casi lo divino, de lo serio y
lo profundo, de lo eterno y lo verdadero, me dijo a las puertas de una
muerte que él estaba esperando y que yo no había hecho
sino interrumpir
Interrumpir, según era mi costumbre, tal
y como él me lo hizo recordar en aquella visita que intentaré
escribir, a pesar de no haber podido contarla antes al amigo. Ahora,
en la soledad de este instante y con el transcurrir del tiempo, sí
puedo abrir paso al molesto recuerdo del monólogo que escuche
de mi antiguo mentor, pues durante aquella entrevista no creo haber
pronunciado ni una sola palabra.
Esto fue lo que aquel hombre, con su acostumbrada voz, profunda e imponente,
habló:
"Siempre interrumpiendo, señor mío, siempre interrumpiendo.
Te reconozco perfectamente. Te recuerdo. Como a todos, igual que a cada
uno de mis alumnos, te recuerdo. Podría recitarte el nombre de
todos y cada uno, y hasta los rasgos de vuestras caras y los gestos,
incluso las palabras con las que disculpabais los errores o el desconocimiento.
Os retengo en mi memoria, que nada olvida. Sí, mantengo fija
y perenne la imagen de todos vosotros presente conmigo; y cada largo
día que transcurre no sirve para perder, en el amable olvido,
la sensación de repugnancia y asco que siempre me habéis
inspirado. Vuestros rostros, gestos y palabras son los compañeros
indeseados de cada minuto que aún respiro. Cuando os tenía
en mi presencia soñaba con el día en el que me alejase
de las aulas y de vuestras figuras juveniles y revoltosas, alegres y
vanas. Aquel sueño mantenía mi fuerza para soportar las
risas y los juegos con los que adornabais la alegría de la niñez.
Pero te confieso que ahora la evocación de todos y cada uno de
vosotros mantiene viva en mí esa repugnancia y el mismo asco
de aquellos tiempos. A pesar de los años y de vuestra ausencia
aún escucho los gritos infantiles, estúpidos y sin sentido,
veo vuestros cuerpos sanos y flexibles, y odio la alegría de
vuestro vigor sin freno. Os odio cada vez más porque yo envejezco;
en cambio vosotros, la imagen permanente y quieta de vuestra infancia,
no varía en su alegre y estúpida vitalidad. Y ahora que
el tiempo se acaba, ahora que la muerte parece rondar en torno mío,
como siempre, pero más cerca; ahora, cuando ya creo que podré
descansar de vuestro insultante recuerdo
te presentas tú
en lugar de ella. Aunque bien mirado, sois lo mismo. Tú y los
tuyos, todos mis jóvenes pupilos, tan odiados como recordados,
sois mi muerte. Siempre fuisteis el anuncio de mi fin. Siempre habéis
sido la envidia del fulgor; de ahí mi odio y mi temor hacia vosotros.
Y es que, en realidad, todo se reduce a los celos que me habéis
inspirado. Yo, si he de serte sincero, nunca quise ser vuestro maestro.
Deseé, en cambio, ser igual a vosotros, alegre y vital, lleno
de salud y fuerza. Pero esa ilusión era algo imposible: un sueño
roto de continuo. En torno a mí siempre rondó el viento
frío de la enfermedad como ahora el de la muerte. Ese frío
que espanta a los jóvenes, aunque apenas lo perciban. Y vete
ya. Apartaos, por fin, de mí. Tu presencia no es más que
otra pesadilla".
Cuando me alejé de aquel loco, el calor pareció embargarme
de nuevo, dándome una energía que antes había perdido
de forma inexplicable, aunque pensé, con desagrado, que si había
advertido el viento de la muerte, la presencia de la gélida y
mortal compañera del profesor, era indicio de que mi juventud
comenzaba a irse. Con esa incertidumbre en el pensamiento, giré
mi cuerpo para lanzar un último vistazo a la casa que acababa
de abandonar, y observé, en el cristal de la ventana pegado,
el rostro furioso y serio de mi maestro y su mirada escrutadora, de
ojos pequeños, clavada en mí; odiándome.