RELATOS LITERARIOS: LA VERDAD SOBRE LOS SUCESOS DE FRANKFURT, Alberto Castellón


RELATOS LITERARIOS: LA VERDAD SOBRE LOS SUCESOS DE FRANKFURT
De Alberto Castellón
LA VERDAD SOBRE LOS SUCESOS DE FRANKFURT. De Alberto Castellón

Mucho se ha escrito en la prensa sobre los lamentables episodios acaecidos en la última Feria del Libro de Frankfurt. Lógico si se advierte que aquel acontecimiento cultural de la ciudad alemana se considera uno de los más prestigiosos en su género del sistema solar. Ahora bien, sólo una mínima parte de los relatos sobre los incidentes se ajustan algo a la realidad. Y lo puedo asegurar porque, como sabéis, queridos asiduos de esta página del periódico Irreverentes, fui testigo privilegiado de los sucesos de Frankfurt. Por eso he decidido dedicar mi opúsculo mensual a poner los puntos sobre las íes, a rescatar la verdad de sus raptores y restituir el honor de quienes han sido injustamente vituperados y puestos en la picota de la furibundez y el desatino. Comienzo.

Acudí a Frankfurt, invitado por los organizadores de la Feria junto a otros escritores en lengua española de fama y ventas equiparables a las mías, para participar en la mesa redonda en la que se desataron los desórdenes. A la tribuna subimos Pérez Reverte, Franz-Fiodor Kafkayevski, Isabel Allende, Miguel Ángel de Rus y yo. Lo que no entiendo es cómo eligieron a David Bisbal para moderar el debate. Tal vez se decantaron por él a causa de su enorme popularidad entre las teutonas quinceañeras, quienes lo conocen por el apelativo cariñoso de KreiselDavid. (Según me aclaró orgulloso él mismo, kreisel se traduce como giróscopo, trompo o peonza.) Con Arturo y Miguel Ángel ya había coincidido en otros actos similares. Por eso, escarmentado de anteriores ocasiones en que me dejaron con los dientes largos, también encargué al conserje que rellenase mi botellín de agua con el mismo ron blanco que ellos solían beber. Kafkayevski, sin embargo, no tuvo empacho en extraer, a la vista del público, una petaca del bolsillo de la americana para verterla en su copa. El líquido, al igual que nuestro ron, daba el pego. Seguía siendo transparente e incoloro, pero desde luego que no inodoro ni insípido. A mí me vino un fuerte olor a vodka nada más desenroscar el tapón. Vaya con el abuelete. Sin esperar a que se apagaran los aplausos de bienvenida, el célebre autor de Crimen y castillo ingirió una dosis bien generosa. Así me vi dándole codazos en los riñones si sus ronquidos se colaban por la megafonía. Ay, las viejas glorias de la narrativa...

En los primeros compases del debate, Isabel tampoco intervino demasiado pues David Giróscopo, que permaneció de pie todo el rato sosteniendo un micrófono inalámbrico, no le proporcionó mucho juego. Los torbellinos verticales del cantante solían detenerse en Reverte, en Rus o en mi persona. Cualquiera de los tres se convertía entonces en el destinatario del turno de palabra. Juro por Dios que las rotaciones de Perinola Bisbal no obedecían a ningún pacto o plan preconcebido. Unas rotaciones, apostíllese de paso, comparables en energía a la de los gigantescos agujeros negros incrustados en el corazón de los cuásares siderales. Desde luego que no advertí en tan veloz arrollamiento sobre un eje el menor atisbo de intencionalidad. Intenté acordarme, eso sí, del principio de conservación del momento angular.

Y en vista de que no la interpelaban, la chilena, que ya había argüido en el bar un constipado, optó por concentrarse en esnifar de un frasquito medicinal de propiedades milagrosas. Así transcurría la mesa redonda, atípica, sí, aunque apacible. KreiselDavid se enroscaba alrededor de su columna vertebral, la Allende supervisaba absorta el paso del tiempo y Franz-Fiodor se sumía en un duermevela con fugaces ráfagas de vigilia. En contraste, los otros tres contertulios respondíamos a casi todo. He de confesar, amadísimos míos, que Arturo y yo (Miguel Ángel no fuma) sosteníamos con disimulo sendos habanos bajo el tablero. Por fortuna, el telón blanco que situaron a nuestras espaldas camuflaba las tufaradas ascendentes de humo.

Allí os reconocí, queridos miembros del club de fanáticos de mi literatura. Cuánto os agradezco vuestra presencia. Y, pese a lo lejano de aquellas latitudes, sumabais tantos asistentes como el grupo de fans de Herr Trompo. Seguro que fue uno de vosotros quien formuló la última de las preguntas que llegué a contestar. No lo puedo confirmar con exactitud ya que acababa de incorporarme de mi escondite (tras una profunda calada al puro bajo la mesa), cuando David Peonza finalizó un remolino frente a mí, jadeando, una rodilla en el suelo, sudoroso y despeinado, señalándome con el índice que prolongaba su brazo horizontal y alzando el izquierdo en ángulo recto y dirigido con el micro al cielo. Tuvo que repetirme la cuestión. En ese momento, con los pulmones llenos de nicotina y algo obnubilado a causa de la alta graduación de mi bebida, creo que salí del apuro enfrascándome en una descripción abigarrada del elenco de personajes de uno de mis mejores best-sellers, Los pilares de la mierda, y de cómo evolucionaron aquellos en su continuación, Un cuesco sin fin. Todavía añoro la ovación con que me regalasteis al finalizar mi breve discurso. Cuánto me emocionasteis, fervorosos entusiastas que aguardáis mis palabras como maná desprendido de las nubes y que cae sobre el lodo de decadencia del siglo XXI.

Pero fue a partir de entonces cuando el ambiente de fervor hacia las letras que reinaba en la sala comenzó a trocarse por la inclinación hacia las artes marciales. Lo inició una mujer madura, como de cuarenta y tantos, que asía en vertical un palo de escoba al que había adherido una cartulina con la leyenda “VIVAN LOS CULEVRONES!!” (sic). Se trataba, sin lugar a dudas, de una de las lectoras de Isabel Allende. Y declaro aquí estos pormenores por si fuere menester incluirlos en el sumario de la instrucción. Porque la energúmena del letrero increpó a gritos a Molinete Bisbal por no proporcionarle a su autora favorita oportunidad alguna de manifestarse. Mas el gimnástico moderador no debió de oír bien la regañina de la dama. De ahí que el siguiente de los vertiginosos vórtices de Herr Tornado ignorase de nuevo a la escritora para pararse ante un Pérez Reverte sorprendido por tamaña temeridad. En efecto, todas las señoras del sector que rodeaba a la del cartel prorrumpieron en estrepitosos abucheos. Y digo señoras porque todas tenían pinta de señoras, todas de la misma edad, todas con idénticos collares y pulseras, todas con el mismo bolso, imitaciones genuinas de Tous o de Burberry.

Las quinceañeras del otro lado del pasillo salieron e en defensa de su líder giratorio. Que si qué desvergüenza la de las viejas, que si después eran las jovencitas las que teníamos fama de gamberras. ¿Gamberras?, por supuesto que sois unas gamberras y haraganas. ¿Haraganas nosotras?, anda, iros a que os follen en grupo, menopáusicas, ¿os prestamos nuestros consoladores? Pero esto qué es, vaya con las niñatas, pero qué educación os han dado, guarronas, que las echen ahora mismo a esta pandilla de mocosas guarrindonas. ¿Mocosas guarrindonas?, que os echen a vosotras, manada de dinosaurias frígidas. ¿Nosotras frígidas?, idos ya, ninfómanas, a restregaos el clítoris con una foto de vuestro KreiselDavid. Idos vosotras, matusalenas, y aflojaos las pinzas de las arrugas por si hay suerte y os sodomizan con un contrafagot…

Aquellas deplorables salvas de improperios duraron poco pues no tardó en volar de un extremo a otro un zapato que impactó justo en el entrecejo de una mozuela. La primera víctima cayó desmayada al instante. La efectividad del lanzamiento provocó que en el aire del recinto se cruzaran todo tipo de objetos reconvertidos en armas arrojadizas: mecheros, monedas, limas de uñas, barras de labios, teléfonos móviles, diccionarios de esperanto, bolas chinas... David Cigüeñal vino a parapetarse con nosotros tras la mesa. “Ehto eh increíble”, exclamaba, ingenuo, el cantante. Y ya se encendieron las luces y el guardia de seguridad de la entrada descendía por el pasillo cuando las combatientes se enfrascaron en el cuerpo a cuerpo. Qué barbaridad. Qué espectáculo. Qué ira fratricida y parricida. Madres contra hijas. Hijas contra madres. Una amazona adulta montada a horcajadas en el respaldo de una localidad estrangulaba con su propio sostén a la mozuela que le mordía la pantorrilla. En el fragor de la contienda, Franz-Fiodor entreabrió los ojos. Sin percatarse de la conflagración, me preguntó por el tema de la mesa redonda, que se le había olvidado. A la paz por la literatura, le contesté.

Las huestes de fans de Reverte tomaron partido por las damiselas, mientras que las de Rus se dividieron en el refuerzo de ambos bandos. ¿Simple empatía? ¿Acaso la provocación de un proyectil mal dirigido? Me decanto por esta última opción pues vosotros, adorados fieles de mi arte, os mantuvisteis imparciales casi hasta el final. El caso es que los cuatro escritores y Turbina Bisbal permanecimos impasibles en nuestros puestos, contemplando cómo la irrupción de atacantes masculinos añadía más brutalidad a las acometidas. Se arrancaron los extintores para rociar de nieve carbónica a los rivales. Algunas féminas se defendieron con sus sprays antiviolación. Una punki mantenía a raya a tres varones a base de correazos en los genitales. Qué fiereza, pardiez. A mí mismo me dolían por resonancia aquellos golpes propinados con saña en las entrepiernas. Arturo me comentó, mientras esquivaba una dentadura postiza, que aquello le recordaba el conflicto del Líbano.

Y solo al aparecer la Polizei y producirse un amago de desalojo respondisteis vosotros ante la amenaza de veros aplastados por la avalancha humana. Estas son mis palabras y las mantengo, vive Dios. Vuestra reacción constituyó un acto de legítima defensa. Este es el objeto de mi artículo de hoy, y así lo declararé ante el juez que me cite para ello. He dicho.



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