Conocí a un chico, muerto el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se hizo este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». Desde entonces, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código vital. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.
Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión
donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida
según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento
y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas,
provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar
a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio;
los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían
convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer
a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.
Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y
una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron
tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.
El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades
sino también en su persona: La ropa se le rompía en plena
calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja
considerable por liquidación total. Un día me lo encontré
completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había
ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa
de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él
estaba encantado porque -según decía- ahora podría
usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría
un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio.
No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto
pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando
la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y
se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios
y, para que la medicación fuera más efectiva siguió
todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica
cantidad de elogios que cada producto recibía.
La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó
su biblioteca con libros que los periódicos recomendaban. La
clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa:
ordenó los volúmenes por orden de mérito, según
el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores.
Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas.
Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además,
Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen
el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando
abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que
debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula.
Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota.
El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído
que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude
se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que
no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad
de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más
de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un
baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se
metió en el baño y se rejuveneció en él
de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado.
Claude fue víctima de la publicidad hasta después de
muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado
en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente
acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se
abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro
donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja.
Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol,
empapada por las lluvias del primer invierno, no fue pronto nada más
que un montón de podredumbre sin nombre.