Vuelve a hacerse real aquel olor de surcos profundos, incrustado desde hace tanto en algún lugar entre su nariz y su conciencia. Siempre le ocurre en los recesos de las vistas finales, cuando tiene que salir impulsado hacia el servicio a lavarse frenéticamente las manos: es lo único que lo alivia. Nadie, sin embargo, conoce su manía. Nadie imagina que un fiscal del Tribunal Supremo, tan agresivo en los interrogatorios, tan implacable en la lucha contra la pederastia que lo ha hecho mediático, muestre esa debilidad ante un espejo. El fiscal acaba su ceremonia. Y mientras se dirige a la puerta y va recobrando su porte de plomo, desde el espejo se lo queda mirando un monaguillo de doce años de ojos asustados, que ha ido a casa de don Venancio a buscar un paraguas y que recibe las primeras caricias aviesas de unas manos que siempre apestan a sardinas.
Extraído
del libro
"Microantología del microrrelato III"