Narrar a trravés de cartas es tan viejo
como Séneca. En el libro Se está haciendo cada vez más
tarde, Tabucchi pone la posdata a un género cultivado por Dostoievski,
Valera, Goethe, Bryce Echenique o Saul Bellow, entre otros.
EL rasgar de una pluma sobre el papel suena diferente cuando las letras
están dirigidas a alguien concreto, distante y cercano a un tiempo.
Pese a que muchos consideran que el género epistolar no da más
de sí, Antonio Tabucchi lo ha elegido para su último libro,
Se está haciendo cada vez más tarde (Anagrama), en el
que recoge 17 extrañas cartas. Fiel a su estilo, el destinatario
es el más propicio a la melancolía: la amada. Una presencia
femenina que adquiere aquí, más que nunca, un valor central
como faro de la narración. Porque, a diferencia de sus obras
más convencionales y exitosas -Sostiene Pereira, La cabeza perdida
de Damasceno Monteiro ...-, el autor italiano se deja llevar por las
corrientes del experimento formal.
En cada relato, el paisaje y el tiempo de la narración vienen
y van en un oleaje verbal. Los protagonistas desembarcan en puertos
mediterráneos nostálgicos a la luz dorada de las descripciones
del mejor Tabucchi: Creta, Barcelona, Alejandría, Nápoles,
las islas griegas ... Luego, desde un café o un apartamento,
vuelven a caer en un torbellino no ya consentido, sino claramente buscado
por el autor: "Entre nosotros, ya me gustaría vérmelas
con el que ha inventado la lógica para cantarle las cuarenta.
Y sin rima, sobre todo sin rima, donde una cosa no tiene nada que ver
con la otra, ni un trozo con otro trozo de la historia", explica
en la carta He pasado a buscarte pero no estabas el redactor-protagonista.
La destinataria de la misiva emite la mínima luz que orienta
ese deseo de arribar a puerto en el que confluyen los caminos del viajero.
Una luz que en Se está haciendo cada vez más tarde aparece
desleída, apenas titilante entre los experimentos del autor:
almas que transmigran, surrealistas escenas de sexo, complicados juegos
de palabras ...
Tanto desasosiego podría interpretarse como una muestra de que
también en un género tan formalmente limitado, la postmodernidad
ha destrozado los cánones, atomizando el género, rompiéndolo
en mil pedazos para que cada autor escoja el suyo. El género
epistolar habría entrado, pues, en una crisis alimentada además
por un enemigo exógeno: la tecnología.
Pese a todo, algunos escritores niegan la muerte de las cartas y siguen
apoyando su discurso en la presencia muda pero intensa del destinatario.
Una compatriota de Tabucchi, Susanna Tamaro, irrumpió como una
exhalación en las listas de libros más vendidos con Donde
el corazón te lleve (Seix Barral). El género epistolar
se despliega en esta novela intimista con toda su potencia catártica:
al final de su vida, una mujer escribe a su nieta una larga misiva en
la que salen a relucir los sentimientos más profundos, las frustraciones
y esperanzas encerradas en su interior durante años. Tamaro es
un ejemplo irrebatible de que esta forma de literatura tiene un público.
Y más allá del océano, Alfredo Bryce Echenique
dejó su huella en este formato con La amigdalitis de Tarzán
(Alfaguara): el amor de Mía y Juan Manuel a lo largo de tres
décadas narrado a base de correspondencia.
En España, la producción reciente es más bien
escasa. La última novela de Esther Tusquets, Correspondencia
privada (Anagrama), sigue la línea de Susanna Tamaro, aunque
con un desarrollo más complejo: la protagonista repasa su vida
con la excusa de cuatro cartas dirigidas a otros tantos personajes a
los que ha amado e inserta esa relación en el contexto político
y social de la España de Franco. Algo parecido hace María
Vallejo-Nájera en El castigo de los ángeles (Planeta)
sólo que Clara, su heroína, es una voluntaria en una ONG
que opera en Bosnia. En tanto que Olga Guirao, en Carta con 10 años
de retraso, que acaba de publicar Espasa, prefiere centrar el objetivo
en la intimidad de dos novelistas de mucho prestigio.
El caso de Luis Mateo Díez y su Diablo meridiano (Alfaguara)
es paradigmático. En uno de los tres relatos del libro -el mejor
y el que le da título-, la literatura epistolar traza junto a
la memoria una lírica semblanza a tres bandas del misterio de
la juventud. Premio Nacional y de la Crítica en dos ocasiones,
Díez goza del aprecio de la crítica, pero no es un best
seller. Nada parecido a, por ejemplo, Jostein Gaarder y El mundo de
Sofía (Siruela): la historia de la niña que aprende filosofía
vía postal ha sido un hito comercial en la historia del género.
También la novela histórica encaja en la fórmula
de las cartas. Tenemos el caso de Amin Maalouf con León el africano
(Alianza). En España, Luis Racionero exploró recientemente
estos pagos en La sonrisa de la Gioconda (Planeta). El director de la
Biblioteca Nacional hizo escribir a Leonardo da Vinci una carta a su
amante en la que recuerda su vida y su obra, y reflexiona sobre la materia
en la que ambas se inspiraron: la belleza, el arte, la ciencia ...
Por una senda parecida camina Miguel Ángel de Rus en su Malditos
(Ediciones Irreverentes), un libro de relatos recién publicado
que arranca con una "Carta tan apócrifa como posible de
Auguste Villiers de L'Isle-Adams". De Rus imagina la respuesta
del clásico francés a un burgués enamorado de su
prosa que se ofrece a ejercer de mecenas.
Todos estos títulos atestiguan que el género epistolar
aún respira ... aunque haya tenido tiempos mejores. Las cartas
de Séneca, Cicerón y, sobre todo, del Ovidio de Heroidas
(Alianza) fijan el molde de la ficción epistolar. Una fórmula
que han sabido exprimir grandes autores como Bocaccio en Fiammetta (Alianza),
el anónimo creador de El Lazarillo, o el mismísimo Cervantes
con el pasaje en el que Don Quijote dicta a Sancho una maravillosa misiva
para su amada Dulcinea.
El género conoció su auge a partir de la Ilustración
-La nueva Eloise (Espasa), de Rosseau- y el romanticismo -Cartas desde
mi celda de Bécquer, pasando por la explosión sentimental
de Los sufrimientos del joven Werther (Planeta), de Goethe-. Algunos
clásicos del siglo XIX como Memoria de dos jóvenes casadas,
de Balzac; Pobres gentes (Ediciones B), de Dostoievski, o Pepita Jiménez
(Espasa), de Juan Valera, muestran lo extendido del formato.
La novela epistolar llega hasta nosotros, depurada por Tabucchi, después
de haber pasado por el sugestivo prisma de Saul Below, Miguel Delibes
o Carmen Martín Gaite, entre otros.