REPORTAJES: Intervención ofrecida por Juan Ángel Juristo Gonzalez
en el II Seminario de Creación Literaria Ciudad Ducal


REPORTAJES: SUPLEMENTOS LITERARIOS Y EDICIÓN
Intervención ofrecida por Juan Ángel Juristo Gonzalez
en el II Seminario de Creación Literaria Ciudad Ducal

 SUPLEMENTOS LITERARIOS Y EDICIÓN

Voy a comenzar esta breve intervención con una frase rotunda, de esas que se dicen al principio y de una manera que no admite paliativos, con lo que el resto de las frases que a uno se le ocurren parecen, entonces, depender de esa única, dicha como a destiempo y que, si tiene fortuna, es hasta capaz de generar polémica, pero no se fien del todo, pues está formulada como una excusa para determinar síntomas más amplios y problemas más peliagudos: hoy día los suplementos culturales de los periódicos han fagocitado cualquier otro tipo de manifestación literaria periódica y eso hasta el punto de que podríamos decir que las revistas culturales tal y como las entendemos hoy no tienen ya casi razón de ser. Por eso no existen, o subsisten unas pocas y subvencionadas. Durante tres años estuve prácticamente dirigiendo una de ellas, El Urogallo, porque José Antonio Gabriel y Galán, su director, se encontraba ya enfermo de gravedad y no podía permitirse ni siquiera el inmenso lujo de trabajar, y asistí entonces a numerosos debates sobre revistas literarias, su utilidad, financiación…en fin, todo eso que hace que estos sean tan previsibles, quizá porque no haya más remedio de que así sean. Recuerdo uno en especial, en la Residencia de Estudiantes, donde, junto a mí, se encontraban Blanca Berasátegui, entonces responsable del ABC Cultural, Rafael Conte, y Jorge Lozano, que dirigía por aquellos años Revista de Occidente. Esto que les cuento debió ocurrir mediada la década de los ochenta, quizá un poco más tarde pero no mucho más. Pues bien, yo sostuve que lo único que podíamos hacer las revistas en aquel entonces era lo mismo que los suplementos culturales de los diarios pero diferenciándonos solamente en una cuestión de distancia, de lejanía, y que ésta nos venía dada por la periodicidad con la que salíamos unos y otros. Los suplementos, desde luego, una vez a la semana; nosotros, me refiero a El Urogallo una vez al mes, aunque debido a problemas de imprenta o nos atrasábamos una semana o nos adelantábamos una, con lo que poseíamos una periodicidad un tanto elástica, podríamos decir; otros, incluso, una vez al trimestre o, simplemente, cuando podían. Quiero decir que yo, por ejemplo, no me sentía obligado de hacer una entrevista del último autor que a la editorial de turno se le hubiese ocurrido promocionar porque teníamos a favor el hecho de que podíamos seleccionar novedades o noticias gracias a ese mes de asueto. Dicho así hasta parecía una ventaja, pero no se equivoquen: ventajas no tenían ninguna, y sí muchos inconvenientes. Caí en la cuenta de esta aparente paradoja cuando vi con mis propios ojos que un suplemento semanal se limita en la mayoría de los casos a dejarse llevar por las noticias que genera la industria, y no es que se deje llevar, es que el caso requiere que así sea, y que, entonces, el criterio, al no ser tan selectivo, se hacía más laxo, menos exigente en definitiva. Bien, pues eso era simplemente un consuelo, porque a la hora de la verdad uno debía admitir que las revistas literarias no se mostraban más exigentes, no discernían más, y que la mayoría de las veces lo único que se limitaban a hacer era dar noticias a destiempo y periclitadas. El hecho de que en realidad no había diferencias es que en aquel debate las personas éramos intercambiables porque prácticamente estábamos de acuerdo en lo que decíamos.

¿Cómo se llegó a tal situación? La respuesta merece una cierta dosis de humildad y de espacio y tiempo para poder detenerse con cierta prolijidad en el fenómeno y la verdad es que no es éste el momento adecuado. Pero sí se puede señalar que en torno a las revistas culturales se ha producido siempre una cierta confusión. En los setenta las revistas venían a suplir una información que los periódicos no daban por una u otras razones. Aquella década conoció un auge desmesurado de revistas, y cualquiera que vaya ahora a una hemeroteca corroborará lo que digo: las había literarias, sí, pero también se prodigaban las de cómic, que acababa de descubrirse prácticamente en España, pero sobre todo las de humor, de las que se han hecho ahora unas antologías un tanto nostálgicas aunque no sé muy bien de qué, y por supuesto, las eróticas, éstas porque los periódicos tenían aún un cierto prurito de dirigirse a una clase que se la suponía ilustrada y no habían descubierto todavía los pingües beneficios que aporta su publicidad. Pero bastó que los llamados años de la transición cumpliesen su discreto papel para que, coincidiendo con la llegada del PSOE al poder, la entrada de España en la Unión Europea, en la OTAN, es decir, la normalización de nuestro país respecto a sus vecinos, es decir, la llegada del capital internacional a España y la incorporación de nuestras empresas a ese concierto, para que cambiase radicalmente la manera de percibir el fenómeno de la comunicación. La proliferación de revistas augura un tipo de sociedad muy atomizado y con una inquietud cultural y política muy intensa. Ese fenómeno se dio en España, pero también en Europa Occidental y en los Estados Unidos, acuérdense de toda aquella avalancha de folletos underground, los cómics de Crumb, por ejemplo, o Le Canard Enchainé, los chistes de Cabanna… en fin. Sin embargo, en los ochenta el panorama cambia de manera radical y, en lo que nos concierne, son los suplementos culturales de los periódicos los que comienzan a acaparar un sector que hasta entonces se movía en un extraño terreno entre la especialización y la divulgación, que nadie sabe definir pero que es, justamente, donde se mueve el comprador de literatura, y que las revistas parecían hasta entonces el vehículo adecuado.

¿En qué aventajó el suplemento literario a la revista? Yo creo que, ante todo, supo adecuarse a lo que era entonces, y ahora somos una consecuencia de aquello, la sociedad del momento, esto es, una reorganización de la misma con la incorporación de una nueva generación a las tareas del poder. La consecuencia fue la desaparición de muchas de aquellas revistas que ya no compraban los mismos que querían otro tipo de organización de la sociedad. Es el momento del triunfo de lo que se ha dado en llamar "la cultura del espectáculo" y las pocas revistas que quedaron entraron definitivamente en esa dinámica. Por ejemplo, Poesía, hecha con un gusto exquisito pero que venía a dar la razón a los que decían que las vanguardias habían muerto. Porque esta revista era un festín visual pero aportaba pocas novedades. Lo mismo cabría decir de El Paseante y de tantas otras de poca impronta ya. Y ni que decir tiene que la mayor parte de ellas estaban subvencionadas porque no respondían a las necesidades del mercado pero sí a una cierta idea de lo que el Estado pensaba que el país tenía que dar como imagen de puertas afuera. En realidad era una promoción necesaria en una nación que se había sentido apartada de las corrientes de la Modernidad en muchos momentos de su historia y quería subirse al carro deprisa.

Quizá la única excepción que me viene ahora a la cabeza fuera la suerte de El Público, una revista teatral hecha por el Ministerio de Cultura que con el tiempo se ha convertido en legendaria, sobre todo en países que, como los iberoamericanos, tenían una enorme tradición teatral pero escasos recursos públicos. Esta revista ha sido la única que desmiente esa extendida opinión de que las subvenciones ayudan poco a promocionar obras libres y sí dignas del más necesitado pesebre, pero problemas, creo que personales porque nunca hay que descartar este tipo de cosas ni en los intereses del Estado, eso que llaman "el factor humano", dieron al traste con una iniciativa que lo menos que se puede decir de ella es que era loable además de necesaria.
¿Y los suplementos? Pues ahí los tienen, porque la mayor parte de aquellos que se formaron en esa década están vivos aunque transformados cada cierto tiempo. El suplemento de libros de El País, más tarde llamado Babelia; El Cultural del ABC, que luego pasó a ser El Cultural de La Razón y ahora se llama El Cultural de El Mundo; el suplemento del ABC, nuevo, que dirige Fernando Rodríguez Lafuente; otros que se han incorporado como Caballo Verde, el de La Vanguardia, en fin, un montón de ellos que tuvieron como referente Informaciones de las Artes y las Letras, un suplemento cultural del diario Informaciones y que era junto al de Pueblo el único suplemento decente que podía leerse en el Madrid de los setenta. Y esto del referente no hay que olvidarlo pues la mayor parte de los que dirigen ahora suplementos se formaron leyendo aquel y, desde luego, les puedo asegurar que actúa aún como guía, aun sea inconsciente.

Pues lo dicho. Creo que los suplementos, al ofrecer un reflejo exacto de las novedades que salían al mercado en un país que es la quinta potencia editorial del mundo, eso sí, con mayor o menor fortuna, incorporaron aquello que las revistas sí ofrecían en la década anterior, esto es, una información que no podía encontrarse en los periódicos del momento. La cosa no tiene mayor misterio, y si lo dudan no tienen más que comprar una revista literaria de información general e intentar ver qué aportan respecto a los suplementos en entrevistas, maneras de enfocar las reseñas de libros… es más, en algunos casos les diría que, hoy por hoy, existe alguna que otra revista que comparada con alguno de los suplementos citados es basurilla, algo así como el Fotogramas respecto a Cahiers du Cinèma. Y no exagero.

No teman. No les estoy proponiendo que maten las pocas revistas que quedan y que se lancen a consumir suplementos literarios todas las semanas. Hay revistas y muchas, pero no a las que me refería, las generales. Las de poesía y que se cuentan por escasos números, las hay a decenas, como en los tiempos de la República; por supuesto, subsisten las especializadas y las que tienen que ver con organismos culturales o universitarios, pero poco más, y su función nadie la pone en duda. Como las especializadas en ciencia o en astronomía. Es más, creo que la desaparición de muchas revistas literarias de información se debió en gran parte a la falta de opciones claras a la hora de mostrar aquello que querían dar a conocer, es decir, a un problema de criterio. Porque bien es verdad que la revista está muy ligada en nuestro siglo, ya el pasado, a la idea de vanguardia, y las grandes revistas del siglo XX que han quedado han sido fiel reflejo de esas inquietudes. Porque a ustedes les dice algo Revista de Occidente o Ultra o NRF o Criterion, pero poco o nada las decenas de información de novedades que proliferaron en su momento en la década de los veinte y treinta. Eso sí, bajo forma de gacetillas. Y esa es la idea que tenemos hoy, lo que este siglo nos ha legado, de lo que debe ser una revista. Entonces, si es así, no debe extrañarnos que de ese raro maridaje que fue la información de lo que había y la muestra de lo nuevo y rupturista a la vez, y de la que se nutrieron gran parte de las revistas de los setenta, saliera el suplemento como un producto más barato, dirigido a un mayor número de personas y que encima servía como un vehículo idóneo de publicidad. La diferencia entre unos y otros no existía en la práctica y sobrevivió el más barato y el que fue capaz de aglutinar a un mayor número de lectores con un producto mucho más general y abstracto. La forma idónea fue el periódico porque ofrecía junto a un enfoque de lo cultural y artístico una toma de postura respecto a la política, a los partidos, a la manera misma de concebir un modelo social, económico… y engarzado todo ello en una concepción que lo abarcaba todo. De esta manera, por ejemplo, sabía a qué atenerse respecto a la postura del periódico en materia política, y una vez establecida esa relación de confianza ya era una cuestión de fe que ese mismo lector les siguiera en materia cultural o artística. Lo lógico es que no hubiera ruptura entre el seguimiento de una materia y otra y así ha ocurrido. Y lo que digo para El País vale, asimismo, para el ABC o cualquier otro medio de comunicación. De ahí surge también que las banderías literarias, que hasta entonces habían sido de concepción estética o ideológica, pasen a conformarse como enfrentamientos entre grupos de presión mediáticos. Y en esas estamos a fecha de hoy.

Pero esto en realidad no quiere decir que en un futuro la revista literaria no vuelva por sus fueros. Hay síntomas de agotamiento en los suplementos, la prueba es que cada vez se parecen más unos a otros, y el agobio de los grupos de presión, el propio mercadeo de las editoriales y lo inane que resulta a la larga todo ello, pueden dar al traste con los mismos. Y entonces será el momento de las revistas, de las fragmentaciones y de la intensa oferta que hagan unas y otras. Pero nunca se nos olvide: esto sólo ocurre cuando la sociedad lo demanda y hay un público dispuesto a responder, esto es, a comprar.

Bueno. Como habrán intuido, lo que he querido dar a entender buscando como excusa esa comparación entre revistas y suplementos culturales a lo largo de estos últimos años, es decir, desde los primeros ochenta hasta ahora, es algo mucho más grave y que afecta a todo el tejido social. Grave no significa peor, porque eso sería anteponer un juicio antes de siquiera describir algo, sino que se refiere a la constatación de una crisis, y, desde luego, me gustaría que no se tomase esto como la tópica actitud pesimista, o como se dice desde el célebre libro de Umberto Eco, apocalíptica. En La montaña mágica, libro de múltiples disquisiciones entre las que se hallan algunas falsamente periclitadas, hay un momento en esas infinitas y algo escolares y pedantes discusiones entre Naphta y Settembrini, en que aquel llega literalmente a decir que no hacen falta muchos decenios, sólo unos pocos, para que los estudios clásicos desaparezcan. Todo esto con gran escándalo del republicano, francmasón, racionalista, liberal, profundo defensor de la dignidad del hombre, Settembrini que piensa, por el contrario, que la futura sociedad libre de monarquías y de jesuitismos, pondrá esos estudios en el pedestal que se merecen. Bien, tenía razón Naphta. Hoy nadie lo duda simplemente porque los estudios clásicos ya no forman parte de la educación esencial del hombre occidental. Es asunto de especialistas. Thomas Mann, en la crisis sobrevenida a Europa que tuvo como consecuencia la Gran Guerra y el suicidio de todo este continente adivinó ese orden futuro porque el fordismo, o estajanovismo, o, como se dice ahora, la racionalización del trabajo, comenzaba entonces a producir ciertos estragos en una sociedad mucho más anclada en unos valores establecidos que la nuestra, y, por lo tanto, ciertas gentes, no muchas, llegaron a ver que la cosa no se dirimía entre capitalismo y socialismo, sino que estos órdenes, junto al fascismo que vendría después, tenían un rasgo en común, todos propendían a una mayor racionalización del trabajo y del orden social, eran modernos en el sentido más apropiado del término, y los monárquicos, los viejos humanistas, los católicos, en una palabra, los representantes del viejo orden aristocrático, daban, en verdad, las últimas boqueadas.

Bien. Esto no es nuevo y resume, en realidad, la historia del siglo XX. Y, desde luego, tengan en cuenta que las vanguardias y las labores de demolición de la cultura tradicional que arrastraban consigo no se pueden entender sin ese profundo anhelo de cambio, de modernización, que el comienzo de siglo portaba en sí mismo. Pero esa confrontación entre culturas, o mejor dicho, entre distintas concepciones culturales y sociales, se forjaba entre iguales, es decir, por mucho que hubiese en ciertas actitudes un profundo fondo nihilista, la lucha, si es que puede decirse así, se dirimía entre valores. El problema no surge de forma dramática entre dos que polemizan ateniéndose a unas reglas establecidas. La cuestión se agrava cuando todo parece que se hunde a los pies de uno, es decir, cuando no existen reglas del juego o parecen no existir. Entonces la sensación es de hundimiento y de caos casi universales cuando, en realidad, lo que desaparece es un pequeño universo, desde luego bastante más local. Por ejemplo, ateniéndonos otra vez a esas conversaciones entre Naphta y Settembrini, hay un momento, de los más lúcidos en cuanto a las consecuencias en ese lúcido libro de un millar de páginas, en que, ante la insistencia de un humanismo de dominio mundial, se ejemplifica un dato contrario y sin mucha réplica: cuando Naphta afirma que von Eschenbach, el más grande poeta del Medioevo alemán, había sido analfabeto, es decir, no sabía leer ni escribir. Eso es incontestable, como lo es el hecho de que, no por ello, su talento iba a menguar o potenciarse, la creación, por suerte, anida en caminos menos trillados. Bien, creo que aquí tocamos fondo, pues aquella pretensión ilustrada, esa de que todo el mundo debería saber leer y escribir, creo que ha sido cumplida ya con creces en el mundo occidental: la educación gratuita es un hecho en esta zona y pocos son ya los que no saben leer un texto o poner su firma , pero de lo que no estoy tan seguro es de que hayamos, por ello, abandonado ciertas actitudes bárbaras o éstas no se hayan incrementado. Creo que el problema surge cuando se equiparan los términos civilización con cultura burguesa e ilustrada y todo lo que aquello significaba y se olvida que los cambios acontecen en lugares mucho más profundos, en la revolución de las maneras de sentir, de percibir el mundo y las cosas. Y les digo todo esto como antídoto a ese primer discurso sobre las revistas y los suplementos culturales, pues, en realidad, a lo que me refería era a algo mucho más real y grave, a la desaparición de una sociedad más plural, producto quizá de un equilibrio muy difícil de conseguir entre las distintas fuerzas antagónicas que forman las aglomeraciones humanas, los que se quedan con el botín y la cuestión de cómo repartirlo. Esa sociedad más plural se ha ido degradando hasta convertirse en una sociedad más simple, más dirigida, más manipulable, en suma, pero también hay que decir que, al mismo tiempo que uno constata esto, están surgiendo alternativas a esa pretensión oligárquica del mercado fácil y dócil. Pongo como ejemplo algo impensable hace pocos años: lo del fenómeno del top manta, que está propiciando la desaparición de un soporte que tiene casi un siglo de existencia por otro que se intuye pero que no ha surgido aún como alternativa real aún gracias a la técnica, a esa misma actitud que hizo que hace cien años apareciese el fonógrafo. Las grabaciones en forma de disco tienen de existencia, eso, cien años y su popularidad, es decir, cuando pudieron llegar a la gran masa de público, cuarenta, y, sin embargo, parece que uno no podía concebir la música sin recurrir a ese soporte cuando la humanidad se ha pasado miles de años escuchando música ignorando tal artificio. Pues bien, es cierto que ahora pueden descolgarse horas y horas de música desde Internet sin tener que recurrir a comprar un solo disco, pero quizá estemos asistiendo a una ilusión en cuanto a esas supuestas alternativas, pues el soporte en que se basa sigue siendo el mismo: yo no conozco ningún grupo musical que haya surgido en los últimos tiempos que no haya pasado por las casas discográficas, por las empresas que controlan el mercado y la producción, en una palabra, por lo que cuestión estriba si esas novedades técnicas van a ser capaces de ofrecer alternativas reales a los músicos y no piratería fácil, parasitismo. Pero centrémonos gracias a estas digresiones aparentes, donde aparecen poetas medievales y técnicas de reproducción infinitas, en aquello que nos concierne, que no es otra cosa que la literatura, que es un arte, y el mundo editorial, que es su industria. Nos daremos cuenta que no es más que otro aspecto de esto más general de que estamos hablando. Porque en esos años a los que me refería cuando hablaba de las revistas culturales, la literatura reflejaba, asimismo, esa pluralidad y ese raro equilibrio que cité antes. Por ejemplo, el disfraz representaba una suerte de caramelo que se dirigía al estamento que consumía un producto determinado, pero ese caramelo no pretendía ser repostería de alta cocina. A nadie se le ocurría, es más, hubiese sido un fracaso, que las novelas de Marcial Lafuente Estefanía tuviesen que adoptar una máscara de cultura media para poder ser vendidas. Cada uno estaba en su mundo y Dios en todos. Y desde luego que el lector voraz de novelas de Corín Tellado pertenecía a lo que podría denominarse un apartado muy especial del submundo de la cultura, pero cabría preguntarse si sus descendientes, que leen con el mismo fervor El Club Dante o El código da Vinci o el último producto que la industria cultural haya engendrado, no lo son menos porque el diseño de pulp fiction de décadas anteriores haya dado paso a la envoltura de pasta dura y papel de buen gramaje de hoy día, pero que aquello que se lee no sea menos deleznable según los criterios de la alta cultura. Y esto ocurre porque, hoy día, tenemos que habérnosla, me refiero a aquellos que de una manera u otra pretendemos vivir de lo que escribimos, con una concepción única de rentabilidad, no un criterio de rentabilidad, sino con uno sólo, que es el de la cultura de masas disfrazada de ribetes de clase media. Y fíjense que digo uno sólo, porque en muchos debates en que he asistido sobre estos temas, siempre salía alguien quejándose de los criterios de rentabilidad que parecen dominar al mundo de hoy, sin darse cuenta que esos criterios han existido siempre, ¿o acaso se pretende que aquellos que celebraron a Dante como el gran poeta del catolicismo no buscaban una grandiosa rentabilidad política? o, ¿acaso, también suponen que cuando Shakespeare estrenaba con su propia compañía no buscaba llenar representación tras representación el teatro? El problema no reside ahí sino que ese único criterio de rentabilidad está llevando a una unificación tan monstruosa del gusto que aquellos tiempos soñados por el Gran Inquisidor en que todas las almas vibraban al unísono en loor de Nuestro Señor no son nada comparado con lo que se nos viene encima o puede venírsenos, porque del donde prever nadie está poseído. Y ello es una consecuencia de la concentración del poder del mercado, y su reparto subsiguiente, en unas cuantas corporaciones de un poder casi absoluto al tener en sus manos la producción de esos medios, unas pocas empresas en medio de miles de millones de personas como mercado potencial: el sueño más extremo de la plutocracia, el delirio más surrealista del cazador que, en definitiva, es el hombre: un continente entero lleno de piezas por cobrar y de las que pretende excluirse el reparto. De ahí que quepa, en lo que se refiere al estamento cultural que nos concierne aquí, el literario, mantenerse alejado tanto, y voy a emplear un lenguaje muy a lo Eco y que le dio éxito y fama en aquellos ya lejanos años setenta, de los apocalípticos como de los integrados. Creo que seguir planteándose esas dicotomías entre cultura de élites y de masas, de actitudes optimistas contra actitudes pesimistas, de productos de mera rentabilidad económica frente a otros cuyo único valor estriba a veces en que no vende, y nada más; de clases de soporte, es decir, del libro como formato tradicional dando paso al electrónico, a Internet y , finalmente, al libro que está contenido en todos o, lo que es peor, a ese tremendo maremágnum que hace que todo entre en el mismo saco y que se haga verdad aquel dicho de Hamlet cuando le preguntan de que trata el libro que está leyendo: palabras, palabras, palabras, dice, en una suerte de clara premonición de lo que plantean algunos teóricos del río revuelto actual, es dar vueltas a una noria que nada dice ya. Creo, pues, que seguir manteniendo estas dicotomías es un tanto falso y tiene el defecto de que no es capaz de coger el toro por los cuernos. Miren, uno tiene que soportar en la vida muchas tonterías, pero la mayoría no suelen rebasar el límite de lo que los ingleses llaman desayunarse todos los días un sapo. Pero surgen momentos inolvidables, y si se lo digo a ustedes ahora es porque lo recuerdo y si lo recuerdo es porque lo que escuché me pareció tan inverosímil, sobre todo en boca de un escritor, que durante un momento no daba crédito a aquello. Fue en una entrevista que Canal + organiza de vez en cuando para promocionar los productos de su empresa. Esta vez tocaba Premio Alfaguara de este año, que si no recuerdo mal se lo dieron a dos escritoras argentinas, amigas, que habían escrito una suerte de thriller en la Italia medieval, lo que muestra, de entrada, una pasmosa imaginación para inventarse tramas. Bueno, en un momento determinado una de ellas soltó, a la pregunta de qué tipo de literatura es la que más le gusta, una respuesta inequívoca y que más o menos venía a decir que estaba inmersa en un libro de viajes de un ingeniero británico, creo, o alemán, que se había recorrido las tierras del sur de Argentina, o algo parecido, y perdonen la indeterminación pero es que esto es lo que menos importa. La cuestión llegó en el momento en que justificó esas apasionantes lecturas, como, y cito más o menos, "fascinantes, porque estaban escritas por alguien que era un señor corriente y todo lo que sus ojos veían era inocente. Por eso cada día paso más de leer obras escritas por intelectuales con esos criterios que tienen de creerse por encima de los demás, esas actitudes arrogantes…". Bueno, les he citado a una de estas autoras para que detecten el grado de perversión emocional con que tenemos que habérnoslas hoy en el mundillo cultural, donde no sólo se presuponen cosas tales como que los ojos de un ingeniero son más inocentes que los de un escritor profesional, sino que la escala de valores por la que un intelectual era un hombre al que se le tenía más en cuenta en cuestiones de pensamiento y sensibilidad que al común de los mortales, es apartada con un resentimiento un tanto forzado apelando a una igualdad en la excelencia que nada tiene que ver con la igualdad de oportunidades de otros tiempos sino con una nivelación por lo menos sospechosa, cuando no perversa, de cualquier opinión. Convendría, por tanto, que dejemos de lado, también, esa lucha estéril contra la corrección política, donde hay siempre gentes que se aprovechan con las mercaderías que engendra este nuevo orden de prohibiciones morales, y nos centremos en verdad en aquello que realmente acontece. En estas líneas que les estoy leyendo he querido sobre todo, más que poner sobre aviso de un cierto malestar de la cultura, algo obvio por otra parte ya que es de lo que tratan la mayor parte de los ensayos sobre el estado de la sociedad actual que se publican hoy día, llamar la atención sobre el hecho de que es sólo la sociedad misma aquella que tiene la solución a sus problemas, y que ese malestar en la cultura es más un asunto colectivo que individual, un asunto que engloba a toda la sociedad y no sólo a un grupo o clase social, como podría suceder con la burguesía a lo largo del siglo XIX. Fuera de ahí no hay solución y ésta sólo puede venir de un mayor pluralismo, que es donde radica esa armonía que desde los griegos y romanos ha constituido la concepción de las relaciones del hombre con la sociedad, lo que se ha venido en llamar sociedad abierta por teóricos como Popper, pero sin los ribetes manchesterianos de sus interesadas conclusiones, es decir, aquello que desde Aristóteles constituye la base de nuestra libertad. Por eso comencé esta charla apelando al ejemplo de la fagotización de las revistas culturales por los suplementos de los diarios, para afirmar mediante un fenómeno que conozco bien, que esa desaparición fue pareja con una mayor nivelación de la sociedad española a la vez que un crecimiento enorme del nivel de vida que de ninguna manera se correspondió con algo semejante en el mundo educacional y cultural. De ahí que podamos extrapolar muchas conclusiones de ese malestar al mundo occidental, pero no olvidemos que en el caso de España la cuestión se agrava porque si antes, cuando nuestro país era pobre, apenas existía una burguesía ilustrada que sostuviera un entramado cultural digno de tenerse en cuenta, ahora, con una sociedad mucho más opulenta, el grado de desarrollo cultural sigue siendo el mismo, cuando no peor en algunos aspectos y, desde luego, esa tenue burguesía ilustrada, quiero decir, sus vástagos, se dedican ahora a justificar enriquecimientos brutales gracias al liberalismo de nuevo cuño que se lleva, y poco más, como si la solución viniera de esa entelequia de la oferta y la demanda. Esta situación lleva, en consecuencia, a una intervención creciente del Estado en vías de preservar un modo de hacer cultura que la sociedad no está ya llamada a ejercer. De ahí que exista el peligro, y esto lo estamos viendo en el ejemplo de Francia, Holanda y muchas de nuestras Autonomías, de convertir las actividades culturales en un modo de adornar pasadas reivindicaciones históricas o, lo que peor aún, se mantenga al modo de una reserva india, sin ninguna incidencia con la sociedad en la que está inmersa pero apoyada por los poderes que consideran que es un adorno portador aún de una escala de valores en las que se sustenta nuestra sociedad. No otra cosa sucede con la ópera, para ponerles un ejemplo, donde no existe ya un público capaz de hacer frente al gasto que supone mantener este género.
Pues bien. De esa opulencia y sus múltiples recursos, todas las mejores óperas del mundo conviviendo en un kiosko de prensa, los últimos refugios de la alta cultura, junto a obras de Hobbes o Giambattista Vico, de Faulkner o Galdós, de Herodoto o de Plutarco, mientras a su lado se apilan las revistas del corazón y las librerías sólo venden las últimas novedades, productos de venta rápida y almacenaje medido por semanas, sólo puede desprenderse una conclusión, y es que aquello que vemos se percibe como un final de etapa antes que como un comienzo de algo. Es esa especie de totum revolutum que se produce antes de que el panorama clarifique de nuevo un horizonte que se perfila a lo lejos. Porque el problema quizá estribe en esa falta de perspectiva y nuestro tiempo no sea más que una prolongación del mismo que ya describieron con brillantez los autores de los años cincuenta, la fragmentación y el silencio en Samuel Beckett, el sinsentido en Ionesco, el malentendido camusiano…, por lo que seguimos bajo la férula de lo que adivinaron para nosotros a comienzos del pasado siglo Kafka, Joyce, Musil. Y quizá lo que estemos echando de menos es otra actitud, y no con nostalgia, que a ésta sólo se recurre cuando se ha vivido otro mundo, sino con cierta desesperación, y que quizá resumiríamos de una vez por todas si volvemos a leer a Dickens, pongamos por caso. Hay una alegría y aceptación de la vida en sus personajes, con todo lo que ésta lleva consigo, sentimentalidad, embriaguez, tristeza, rara vez desesperación, que a veces da la impresión de que no sólo está describiendo un mundo ido, sino inconcebible ya para la mentalidad de nuestra época, donde la alegría siempre se ve acompañada de la ansiedad y la embriaguez con la desesperación. Haciendo incluso de la piedad un problema de psiquiatría. Y quizá haya citado a Dickens porque en nuestro tiempo se le ha achacado ser un autor sentimental. Podría aquí extenderme sobre de qué modo la represión sentimental ha sustituido hoy día en la literatura decente a la represión de la representación sexual en otros tiempos, pero no es ahora el momento aunque queda apuntado como síntoma, por lo menos para mí, concluyente de nuestra época.

Con ello quiero decirles, para concluir y pasar a debatir alguna de estas cuestiones que sólo he intentado nombrar, que el problema que afecta con toda probabilidad a nuestra labor como escritores no es sólo aquella dificultad de la que todos hablamos en numerosos debates, todo eso de la dictadura del mercado y la rentabilidad rápida, si sólo nos escudamos en esto es probable que terminemos pronunciando jeremiadas en coro, sino una actitud ante la creación que tiene que salir de nosotros mismos y que, en el fondo, es un reflejo del cambio de la sociedad. Las dificultades que padece el artista es esencial a su modo de vida: pasó antes, cuando el poeta recitaba hazañas guerreras para solaz del rey guerrero, pasó cuando el arte servía a la Iglesia; luego, cuando se secularizó en aras de unos mecenas que deseaban perpetuidad, y sucede ahora, cuando esa gloria se traduce en acumulación y beneficio. Dijo Novalis que el progreso semejaba a una rueda de molino que se molía a sí misma. Nadie a dado una imagen más justa y terrible de la Modernidad. Sólo que ese molino es ahora una turmix revolucionada con calentones esporádicos que amenazan con parar el motor, algo que muchos desean con la boca pequeña porque saben, en lo más recóndito de su corazón, que se pasman con sólo imaginar las consecuencias de ese parón. Con este tipo de paradojas morales, y las llamo morales por no llamarlas espirituales, que sería más justo porque poseen más amplitud, nos debatimos a diario y son en gran parte síntomas de esta tierra baldía que Eliot intuyó con genio. La verdad, podríamos seguir de este tenor hasta prolongar la velada más de lo habitual, pero me temo que no serviría de nada porque creo haber apuntado a vuelapluma, no pretendía otra cosa, algunos síntomas que afectan a nuestro modo de entender el arte o, por lo menos, los que a mi me preocupan y espero, con ello, haberles dado pie a que debatamos algunas de estas cuestiones a continuación.





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