por Luis Alberto de Cuenca
La narrativa es el arte o la magia de narrar, de contar historias. Un fuego primeval de campamento en el que el iniciado cuenta un relato, un mito, para conjurar soledades y terrores nocturnos. Pues bien, el cuento, desde el milenario Volksmärchen hasta la formalización definitiva del Kunstmärchen a partir de Jacques Cazotte, E. T. A. Hoffmann y Edgar Allan Poe, es el heredero del mito. Y la novela, desde Cervantes, una reescritura de la epopeya.
El siglo XX ha sido pródigo en grandes
narradores, arquitectos de universos verbales tan significativos para
el hombre moderno como los creados por Kafka, Borges o Tolkien. Las
vanguardias desconfiaron en un primer momento de la narrativa tradicional,
lo que puso en peligro su supervivencia en la literatura de élite.
Pero hoy, en 2006, todos y cuando digo "todos" me refiero,
como es natural, a nosotros coinciden coincidimos
en que la tarea primordial del narrador no es otra que contar bien una
historia atractiva. Algo parecido solía repetir Howard Hawks
que era el objetivo primordial de una buena película.
He dicho que el cuento es el heredero del mito, y el mito es mucho más
antiguo y, por tanto, más prestigioso que la mismísima
epopeya, que es de donde procede la novela. Los cuentos más antiguos
no son "cuentos literarios", "cuentos artísticos"
o Kunstmärchen, sino "cuentos populares", Volksmärchen
o Folktales. La fidelidad al original en toda transcripción
de un cuento popular es obligada. Bien lo saben los niños al
emitir su reprobador "así no es" cuando el narrador
se atreve (allá con su conciencia) a modificar lo más
mínimo las cláusulas textuales de su recitación.
Un simple adjetivo de más puede derivar en catástrofe.
En los cuentos literarios, sin embargo, uno puede cambiar lo que le
dé la gana y esto vale incluso con Saki, con Villiers,
con Maupassant, con Bierce y el firmamento no se rasga, ni la
Pirámide de Keops se desmorona, ni comienza a caer una lluvia
letal y radiactiva sobre la superficie del planeta.
El tiempo del cuento popular es, paradójicamente, la intemporalidad
del había una vez, del entonces, del ahora,
del fueron felices y comieron perdices, fórmulas habituales
en su desarrollo. La intemporalidad lleva consigo un cese de la duración
o, lo que es lo mismo, una forma de eternidad (como el Tiempo del mito).
Es la eternidad de Beatrice en el Paradiso de la Commedia,
al ver a Dios là ve sappunta ogni ubi ed ogni
quando ("donde convergen todo dónde y todo cuándo").
La eternidad del tiempo detenido en el palacio de la Bella Durmiente
cuando entró el príncipe que destruiría el hechizo:
"Dormían las moscas en la pared, el cocinero tenía
aún la mano extendida como para atrapar al pinche, y la criada
continuaba sentada delante del pollo, a punto de desplumarlo."
Si hablamos del espacio del Folktale, vale la pena que hable
Wilhelm Grimm: "El cuento está aparte del mundo, en un lugar
tranquilo, ausente de perturbación, más allá del
cual no se divisa nada. Por eso el cuento no precisa lugares, al contrario
que la leyenda." Y las criaturas que habitan el espacio del cuento
popular no exhiben, la mayoría de las veces, nombres propios,
personales e intransferibles, sino que se ofrecen a la identificación
desde un formulismo fantástico, arquetípico y general:
la muchacha, el caballero, la madrastra
En
el lenguaje de los Volksmärchen las estructuras siempre
se repiten, razón por la cual sus temas y sus personajes son
susceptibles de analizarse desde una perspectiva formal. Ahí
están, por ejemplo, los estudios morfológicos de Vladimir
Propp al respecto, o los seis gruesos tomos del Motiv-Index of Folk-Literature
de Stith Thompson.
Mientras que el cuento popular es esencialmente narrativo, el cuento
literario o artístico conlleva casi siempre elementos accesorios
que oscurecen el nexo ritual e iniciático del cuento con el mito,
ya sean episodios adyacentes meramente ilustrativos, análisis
psicológicos de los personajes o simples ornamentos verbales
(véase el prólogo de Borges y Bioy Casares a Cuentos
breves y extraordinarios ).
Van Gennep, en su precioso libro La formación de las leyendas,
define así el Folktale: "Recitado maravilloso y fabuloso
en el que el lugar de la acción no está localizado, en
el que los personajes no están individualizados, que responde
a un concepto infantil del mundo y que es de una indiferencia moral
absoluta."
Los Kunstmärchen son otra cosa. Mi amigo Ángel Zapata
se ha sacado de la chistera de su inteligencia un interesantísimo
manifiesto en relación con este segundo y último tipo
de cuentos. Son sus célebres 22 dogmas en torno al cuento
breve, que incluyen frases como éstas: "Prohibido escribir
historias basadas en hechos reales" o "Prohibidos los finales
sorpresivos, los finales felices, los finales trágicos, los finales
demasiado concluyentes". Dogma a dogma, Zapata va prohibiendo escribir
de lo que no se conoce, pero también de lo que se conoce, y veda
de forma taxativa la melancolía, el casticismo, el tono solemne,
la estereoscopia, el uso de las drogas o el alcohol, el cuento de género
y casi todo lo demás, dando la sensación de que el hipotético
narrador que pretenda seguir los 22 puntos del manifiesto a la hora
de escribir un cuento lo tiene complicadísimo.
Luis Alberto de Cuenca
Hay un dogma, el decimonono, que no tiene desperdicio:
"Prohibido escribir un cuento cuando el autor conozca de antemano
el final. Prohibida la premeditación. El relato es la huella
que deja una deriva." Esta última frase, además de
poseer una intensidad poética memorable, es una gran verdad existencial.
Uno, en su pesimismo, se siente identificado con el relato, tiende a
compartir con él la definición aportada por el gran Zapata:
"Soy la huella que deja una deriva", que equivale a autodefinirse,
al pindárico modo, como "el sueño de una sombra"
o algo por el estilo.
Ediciones Irreverentes ha reunido en un volumen a un equipo de gala
de narradores breves que escriben en castellano. Faltará alguno,
cómo no, de los auténticamente grandes, pero los que están,
todos ellos, son cuentistas excepcionales. El lector podrá encontrar
en esta Antología del relato español desde extraordinarias
narraciones tétricas, como las de Antonio López del Moral,
Fernando Marías, Miguel Ángel de Rus, Fernando Savater
y Andrés Trapiello, hasta un divertido relato iniciático
de Fernando Sánchez Dragó; desde los duros veranos descritos
de forma tan breve como magnífica por los académicos Luis
Mateo Díez y Francisco Nieva, hasta los ambientes cultos, de
conflicto y un punto transgresores pintados por José Luis Alonso
de Santos y Luis Antonio de Villena; desde el cosmopolitismo descreído
de José Enrique Canabal hasta la búsqueda en lo propio,
en lo íntimo, en la calle, en la historia cotidiana, de Antonio
Gómez Rufo, Juan Manuel González, Paula Izquierdo y Antonio
López Alonso; desde la espléndida narración histórica
de Joaquín Leguina hasta el relato cogido al vuelo de la actualidad
de Lourdes Ortiz.
No sé a cuento de qué he enhebrado este prólogo,
trufado de disquisiciones antropológicas, sobre los dos tipos
de cuento, ni a cuento de qué he traído a colación
los 22 dogmas en torno al cuento breve de mi amigo Ángel Zapata.
A lo mejor lo he hecho para atizar la curiosidad del lector e incitarlo
a comprobar cuántos de los veintidós dogmas zapatistas
son respetados por cada uno de los diecisiete narradores que han colaborado
en este volumen. O quiénes de los cuentistas incluidos en este
tomo se encuentran conceptualmente más cerca, y quiénes
más lejos, de los esquemas del Volksmärchen. Son preguntas
que puede hacerse el cómplice lector de esta estupenda antología
del cuento español actual, destinada, sin duda, a perdurar. Pero
también puede no hacérselas y limitarse a disfrutar de
la lectura, que no es poco, a fe mía, en los tiempos que corren.
Luis Alberto de Cuenca